Ética hedonista
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Epicuro (341-270 a.C.)
Filósofo griego fundador del Jardín y
del epicureísmo. En el 341 a.C., nació en Samos. Hijo de Querastasa
y Neocles, un colono ateniense afincado en Samos que, posteriormente, tuvo
que emigrar y se instaló en Colofón viviendo como maestro.
Ya de niño se interesó por el origen del Caos, del que hablaba
Hesíodo en su Teogonía. Su primer maestro de filosofía,
todavía en Samos, fue el platónico Panfilo. El año 323
a.C. (año de la muerte de Alejandro Magno) marchó a Atenas
a cumplir con la milicia. No pudo conocer a Aristóteles, que a la
muerte de Alejandro tuvo que marchar de Atenas por motivos políticos.
Sin embargo, sí que conoció a Jenócrates, el sucesor
de Platón en la Academia. El año 321 marchó a Colofón
para reunirse con su familia. Allí entró en contacto con el
peripatético Praxífases de Rodas, y con el atomista Nausífanes,
discípulo de Demócrito y de Pirrón. Ejerció de
maestro en Mitilene, donde el año 311 fundó una escuela. Al
año siguiente se trasladó a Lámpsaco, donde impartió
clases durante cuatro años. Allí conoció a sus discípulos
Idomeneo, Metrodoro, Leonteso y, su mujer, Themista; Hedeira, Colotes, Timócrates
y Hermarco, que fue quien, posteriormente, le sucedió en la dirección
de su escuela. En el 306 marchó a Atenas, donde permaneció
hasta su muerte acontecida el año 270 a.C. En Atenas, fundó
su escuela (llamada el Jardín), en una pequeña propiedad de
las afueras, en dirección a El Pireo, no lejos de la Academia platónica.
Debido a la existencia de un jardín en dicha propiedad, que era el
lugar favorito de encuentro de sus miembros, la escuela de Epicuro tomó
este nombre, que enlazaba con la enseñanza epicúrea según
la cual el sabio ha de amar el campo y la naturaleza.
Dicha escuela era bien distinta de la Academia platónica
y del Liceo aristotélico y, aunque en el Jardín se efectuaban
también investigaciones filosóficas, no era un centro de enseñanza
para discípulos nuevos sino que, fundamentalmente, era el lugar de
reunión y de convivencia de amigos (incluidos mujeres y esclavos)
que compartían unas mismas ideas y una misma orientación vital.
Y es que Epicuro entendía la filosofía fundamentalmente como
investigación de la felicidad humana, como reflexión acerca
de los temores que atenazan a los hombres (el miedo a la muerte, el miedo
a los dioses, el deseo desmesurado de placeres y el miedo al dolor) y como
lucha contra los prejuicios y las ideas que, como las del platonismo, sitúan
la felicidad en otra vida. Consecuentemente con estas ideas, y con su máxima:
«vive retirado», prefería la compañía de
sus amigos antes que el aplauso público. No obstante, esta vida retirada
no la concebía como un alejamiento total de la sociedad, ya que él
mismo participaba en diversos actos colectivos, sino que la entendía
como una forma de vida basada en el sosiego.
El contexto histórico en el que
se enmarca la filosofía de Epicuro es el llamado período helenístico,
marcado especialmente por grandes modificaciones sociales surgidas de las
conquistas de Alejandro Magno, que conllevaron el fin del ideal de la polis
tal como había sido entendida hasta entonces. Las polis pierden su
autarquía y aparecen solamente como provincias de un vasto imperio,
lo que generó la aparición de una nueva mentalidad y de un
nuevo espacio mental capaz de abordar, de una forma nueva, el distinto marco
de convivencia humana, de manera que la pérdida del sentimiento de
colectividad que acompañó a la pérdida del ideal de
la polis clásica produjo cambios en todos los ámbitos del pensamiento.
Por una parte, cambiaron las mismas concepciones religiosas: los dioses domésticos
de las polis fueron sustituidos por dioses más cósmicos; por
otra, junto a ello, apareció la necesidad de teorizar más el
espacio privado. En este ambiente, surgen las nuevas escuelas morales y
el nuevo ideal del sabio del que la filosofía epicúrea es un
ejemplo (ver epicureísmo).
La filosofía de Epicuro
Según Diógenes Laercio , Epicuro dividió
la filosofía en tres partes: la Canónica (lógica y teoría
del conocimiento), la Física y la Ética. Pero, puesto que concibe
la filosofía como una reflexión para alcanzar la felicidad,
la Canónica y la Física estaban en función de la Ética.
A su vez, en cuanto que Epicuro era abiertamente enemigo de las especulaciones
platónicas y aristotélicas, fundamentaba todo saber en un empirismo
sensualista: el único criterio de verdad lo proporciona el cuerpo.
Por ello, en la canónica, la filosofía epicúrea
tomó como centro de reflexión, no un supuesto mundo más
allá, sino el radical más acá que es el cuerpo. Así,
el alma se diluía en todo el organismo y era concebida, a la manera
atomista, como formada por átomos. De esta manera, eliminaba todo
dualismo entre alma y cuerpo, así como todo dualismo entre sensación-intelección,
o entre doxa y episteme, y podía elaborar una teoría del conocimiento
según la cual el criterio de verdad es la percepción, que se
produce por la recepción de los efluvios que provienen de las cosas;
la percepción es siempre verdadera y los errores provienen del juicio.
La eliminación de toda forma de dualismo y la reivindicación
de la corporeidad (pansomatismo) del ser humano sentaban las bases de una
nueva psicología y los fundamentos para la elaboración de una
nueva antropología.
En física adoptó la teoría atomista de
Demócrito (Epicuro negaba la existencia de Leucipo), a la que añadió
la existencia del clinamen para explicar el movimiento de colisión
de los átomos en el vacío. Según él, los átomos
caen continuamente en el vacío de forma vertical, pero tienen la propiedad
de declinar (i8\F4H) espontánea-mente de su trayectoria. En esta declinación
se producen choques al azar y se engendran los distintos cuerpos. El aspecto
de indeterminación que introducía el clinamen permitía,
según él, explicar la libertad del alma humana. A su vez, estas
teorías ayudaban a eliminar dos de los cuatro temores que impiden
la felicidad humana: el miedo a la muerte y el temor a los dioses. La muerte
no consiste en otra cosa que en la disgregación de los átomos
de los que estamos compuestos. Cuando esto ocurre, ya no tenemos sensibilidad
para darnos cuenta de ella: cuando estamos nosotros, no está ella,
y al revés. Y, en cuanto a los dioses, cree que existen pero, como
todo cuanto existe, también están hechos de átomos y
viven en otros mundos, por lo que no son providentes ni se preocupan de nuestros
actos. Son dioses que no causan males, ni vigilan nuestros actos, ni son
vengativos. Dioses sin odio que no deben inspirar ninguna clase de temor,
alejados tanto de los dioses de los mitos clásicos (que Epicuro quiere
desterrar), como de las elaboraciones teóricas de los platónicos,
los aristotélicos y los estoicos.
En su concepción ética, Epicuro
defiende el hedonismo, y sostiene que el fin de la vida humana es el placer,
pero no se trata del placer puramente material, sino que es más bien
de índole espiritual y afectivo y, por tanto, tranquilo y duradero.
Las numerosas críticas a las que fue sometido el epicureísmo
y las grandes deformaciones ideológicas a las que se vio sometido,
muestran el inmenso grado de agresividad que provocaron sus ideas, por lo
que éstas fueron deformadas hasta la caricatura por parte de sus enemigos,
en uno de los más grandes movimientos de falsificación y manipulación
intelectual de toda la historia de las ideas. Así, se le acusó
de libertino y de vivir como los cerdos, preocupado solamente de los placeres
sensuales. Sin embargo, para Epicuro, el auténtico placer sólo
se alcanza cuando se consigue la autarquía, el pleno dominio de uno
mismo, de los propios deseos y afecciones. Pero, esta autarquía no
es entendida por Epicuro como un estado de completa insensibilidad y eliminación
de todas las pasiones, como preconizaban los estoicos, sino que es la eliminación
de los obstáculos que se oponen a la felicidad: los temores y las
preocupaciones, las penas y los dolores. El sabio será aquél
que conozca las verdaderas necesidades, que deben reducirse a lo indispensable
para que no nos inquieten los deseos de poseer más, ya que el verdadero
placer no se halla en los bienes materiales, sino en el saber y la amistad.
El cuidado de estos bienes, así como la consecución de los
placeres, producen la ataraxia, es decir, la serenidad y el equilibrio del
ánimo. Los placeres materiales deben saber dosificarse y han de ordenarse
en función de los placeres espirituales, que son de mayor valía.
Con ello, se eliminan los otros dos obstáculos que impiden la felicidad:
la búsqueda desordenada de placeres y el miedo al dolor.
De todas las obras de Epicuro (según Diógenes
Laercio, cerca de 300 libros), sólo se conservan tres cartas enteras:
A Meneceo (ver texto más abajo), a Herodoto y a Pitocles, así
como unos fragmentos conservados en un manuscrito custodiado en el Vaticano
(conocidos como Vaticanae sentenciae, o como Gnomologio vaticano epicúreo),
y unos manuscritos medio carbonizados hallados hacia 1750 en las excavaciones
de Herculano (Herculaneum papyri) de muy difícil lectura, pero que
complementan lo que se sabe acerca de la teoría de la naturaleza de
Epicuro. Sus obras mayores fueron un Tratado sobre la naturaleza, un tratado
sobre El criterio, varios libros de ética, con títulos como:
Vidas, Del fin, De elección y aversión. Escribió también
obras polémicas: Contra los físicos, Contra los megáricos,
y Contra Teofrasto. Las fuentes secundarias para el conocimiento del pensamiento
de Epicuro son, fundamentalmente: Diógenes Laercio, Séneca,
Sexto Empírico, Cicerón, Plutarco (estos últimos, abiertamente
contrarios al epicureísmo) y, muy especialmente, el libro De rerum
natura, de Lucrecio.
epicureísmo HIST.
Corriente filosófica desarrollada en el período
helenístico formada por los seguidores de Epicuro. Como tal corriente
de pensamiento, se remonta ya a los inicios de la primera escuela fundada
por Epicuro primero en Mitilene en el año 311 y, al año siguiente,
en Lámpsaco, donde impartió clases durante cuatro años.
En esta primera generación de discípulos de Epicuro destacan
Colotes, Timócrates, Hermarco Idomeneo, Metrodoro, Hedeira, Leonteso
y, su mujer, Themista. Posteriormente, Epicuro se trasladó a Atenas
donde fundó su escuela conocida como el jardín, por ser en
el jardín de su propiedad donde se reunían y hospedaban sus
seguidores y amigos. Durante toda esta primera época, vinculada directamente
al maestro, los epicúreos polemizaron especialmente con los platónicos,
los aristotélicos, con los seguidores de las escuelas socráticas
y con la naciente escuela estoica. Puesto que el sistema teórico y
el ideal de vida forjados por Epicuro presentaban una gran coherencia, la
mayoría de sus discípulos siguieron sus doctrinas con muy pocas
modificaciones. Además, profesaban un gran respeto por su maestro,
hasta el punto que entre ellos se hizo famosa la siguiente máxima:
«Compórtate siempre como si Epicuro te viera». No obstante,
sus discípulos no se limitaron a copiar las tesis del maestro, sino
que desarrollaron aspectos de la doctrina, como en el caso de Metrodoro (íntimo
amigo de Epicuro), que profundizó la tesis epicúrea del placer
catastemático (placeres naturales y necesarios propios de la entereza
de ánimo, que se basan en la privación del dolor físico
y moral). Otros discípulos destacaron por sus polémicas contra
el platonismo y por la defensa de sus tesis contra otras escuelas éticas
como los cínicos y los estoicos. Polístrato fue el tercer escolarca
y el último de los de la primera generación de discípulos
directos de Epicuro. Posteriormente, la escuela se extendió y se crearon
escuelas epicúreas, algunas todavía en vida del maestro, en
varios lugares: en Asia Menor (Lámpsaco y Mitilene), en Antioquía,
en Alejandría, en Italia (Nápoles), y en Galia. Durante los
siglos II y I a.C., destacaron autores como Zenón de Sidón,
Demetrio Laconio (que polemizó con Carneades), Filodemo de Gadara
y Calpurnio Pisón. Sin embargo, mención especial merece el
latino Lucrecio, que hizo una defensa apasionada del epicureísmo y
expuso las doctrinas de esta escuela en el gran poema De rerum natura que,
más tarde, fue publicado por Cicerón (quien, no obstante, fue
uno de los más acérrimos críticos del epicureísmo).
También pueden mencionarse Amafirio, Rabirio, Catio y, posteriormente,
Diógenes de Enoanda, que difundió las tesis de Epicuro por
Anatolia.
La corriente epicúrea fue el blanco preferido de las
críticas de la mayor parte de las otras escuelas filosóficas
que, a pesar de sus muchas diferencias, coincidían en considerar la
filosofía de Epicuro como el enemigo a batir. Contra el epicureísmo
se levantaron especialmente los estoicos y los cristianos, pero esta crítica,
en muchas ocasiones, escondía una gran manipulación ideológica
y una interesada tergiversación de las tesis de Epicuro. Este mismo
hecho ya es muestra suficiente como para señalar el potencial subversivo
del epicureísmo, que fue puesto de manifiesto por Marx en su estudio
sobre los sistemas de Demócrito y Epicuro. En la época moderna,
también Nietzsche salió en defensa de Epicuro, a quien, juntamente
con Pirrón, consideraba uno de los últimos verdaderos filósofos
después de la traición perpetrada por Sócrates y Platón,
que, según Nietzsche, fueron los responsables de la inversión
de los auténticos valores representados por la filosofía de
los presocráticos e, incluso, de los sofistas (ver texto ).
El epicureísmo ya estaba prácticamente acabado
a principios del siglo III, aunque Diógenes Laercio, a pesar de no
ser plenamente adepto a esta escuela, dedicó buena parte de su obra
(todo el décimo y último libro) Vidas de los más ilustres
filósofos, a Epicuro. En el siglo IV, esta corriente ya se había
extinguido por completo, los libros de Epicuro habían sido destruidos
y su influencia había sido aplacada por el auge del cristianismo y
del neoplatonismo. No obstante, el epicureísmo ha resurgido en diferentes
épocas pero, sobre todo, en el Renacimiento (Lorenzo Valla) y en la
modernidad (Bérigard, Maignan, Gassendi). También se ha destacado
la influencia del epicureísmo en J. Bentham, el iniciador del utilitarismo.
hedonismo GEN.
(del griego º*@<Z, hedoné, placer, gozo, voluptuosidad)
Concepción ética que considera que la consecución del
placer determina el valor moral de la acción. De esta manera el hedonismo
identifica el bien con el placer, que pasa a ser considerado como el fin
último que persigue la acción humana. El tema del valor moral
del placer como fin último o guía de la acción moral
fue ampliamente discutido en todas las corrientes filosóficas griegas
del siglo IV a.C., y se hallan expresiones de un cierto hedonismo en algunos
sofistas como Gorgias o Antifonte, pero quienes la defendieron y desarrollaron
más específicamente fueron los cirenaicos, y especialmente
su fundador Aristipo. Puesto que los cirenaicos sustentaban una teoría
escéptica del conocimiento, según la cual «sólo
podemos estar ciertos de las sensaciones», fundamentaban la acción
humana sobre los datos de las impresiones inmediatas, razón por la
que defendían los que llamaban placeres en movimiento. (Distinguían
entre el placer como movimiento ligero y suave, del dolor, entendido en términos
físicos como movimiento rudo o violento). De esta manera, sostenían
que el único bien que debe perseguir la acción humana es la
consecución del placer, entendido como placer individual, inmediato
y sensible. El platónico Eudoxo de Cnido defendió tesis morales
semejantes, contra las que argumentó Platón. (También
Aristóteles consideraba inadecuado el placer como fundamento de la
moral).
La otra gran corriente hedonista de la antigüedad fue
la representada por Epicuro y sus seguidores. «El placer es el principio
y el fin de la vida feliz», afirmaba Epicuro, pero no entendía
el placer como placer inmediato, sino como placer estable y ausencia de dolor.
Por ello los epicúreos destacaban los placeres estáticos o
catastemáticos, aquellos que proporcionan la ataraxia o tranquilidad
de ánimo. De ahí surge la necesidad de calcular la acción
en función de la consecución del máximo placer, que
no se identifica con el máximo placer actual, ya que un placer momentáneo
puede, quizás, conducir posteriormente a mayor dolor, e inversamente,
un dolor actual (como el sufrido en una intervención quirúrgica),
puede conducir a un mayor placer futuro.
A veces también se han considerado hedonistas los filósofos
utilitaristas como J. Bentham o J.S. Mill, pero en éstos el placer
no se subordina al individuo, sino a la sociedad pues, según ellos,
el bien moral es la consecución del placer para el máximo número
de personas.
Carta a Meneceo, de Epicuro (s. IV ac)
Cuando se es joven, no hay que vacilar en filosofar, y cuando
se es viejo, no hay que cansarse de filosofar. Porque nadie es demasiado
joven o demasiado viejo para cuidar su alma. Aquel que dice que la hora de
filosofar aún no ha llegado, o que ha pasado ya, se parece al que
dijese que no ha llegado aún el momento de ser feliz, o que ya ha
pasado. Así pues, es necesario filosofar cuando se es joven y cuando
se es viejo: en el segundo caso para rejuvenecerse con el recuerdo de los
bienes pasados, y en el primer caso para ser, aún siendo joven, tan
intrépido como un viejo ante el porvenir. Por tanto hay que estudiar
los medios de alcanzar la felicidad, porque, cuando la tenemos, lo tenemos
todo, y cuando no la tenemos lo hacemos todo para conseguirla.
Por consiguiente, medita y practica las enseñanzas
que constantemente te he dado, pensando que son los principios de una vida
bella.
En primer lugar, debes saber que Dios es un ser viviente inmortal
y bienaventurado, como indica la noción común de la divinidad,
y no le atribuyas nunca ningún carácter opuesto a su inmortalidad
y a su bienaventuranza. Al contrario, cree en todo lo que puede conservarle
esta bienaventuranza y esta inmortalidad. Porque los dioses existen, tenemos
de ellos un conocimiento evidente; pero no son como cree la mayoría
de los hombres. No es impío el que niega los dioses del común
de los hombres, sino al contrario, el que aplica a los dioses las opiniones
de esa mayoría. Porque las afirmaciones de la mayoría no son
anticipaciones, sino conjeturas engañosas. De ahí procede la
opinión de que los dioses causan a los malvados los mayores males
y a los buenos los más grandes bienes. La multitud, acostumbrada a
sus propias virtudes, sólo acepta a los dioses conformes con esta
virtud y encuentra extraño todo lo que es distinto de ella.
En segundo lugar, acostúmbrate a pensar que la muerte
no es nada para nosotros, puesto que el bien y el mal no existen más
que en la sensación, y la muerte es la privación de sensación.
Un conocimiento exacto de este hecho, que la muerte no es nada para nosotros,
permite gozar de esta vida mortal evitándonos añadirle la idea
de una duración eterna y quitándonos el deseo de la inmortalidad.
Pues en la vida nada hay temible para el que ha comprendido que no hay nada
temible en el hecho de no vivir. Es necio quien dice que teme la muerte,
no porque es temible una vez llegada, sino porque es temible el esperarla.
Porque si una cosa no nos causa ningún daño en su presencia,
es necio entristecerse por esperarla. Así pues, el más espantoso
de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros porque, mientras
vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos.
Por tanto la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos porque
para los unos no existe, y los otros ya no son. La mayoría de los
hombres, unas veces teme la muerte como el peor de los males, y otras veces
la desea como el término de los males de la vida. [El sabio, por el
contrario, ni desea] ni teme la muerte, ya que la vida no le es una carga,
y tampoco cree que sea un mal el no existir. Igual que no es la abundancia
de los alimentos, sino su calidad lo que nos place, tampoco es la duración
de la vida la que nos agrada, sino que sea grata. En cuanto a los que aconsejan
al joven vivir bien y al viejo morir bien, son necios, no sólo porque
la vida tiene su encanto, incluso para el viejo, sino porque el cuidado de
vivir bien y el cuidado de morir bien son lo mismo. Y mucho más necio
es aún aquel que pretende que lo mejor es no nacer, «y cuando
se ha nacido, franquear lo antes posible las puertas del Hades». Porque,
si habla con convicción, ¿por qué él no sale
de la vida? Le sería fácil si está decidido a ello.
Pero si lo dice en broma, se muestra frívolo en una cuestión
que no lo es. Así pues, conviene recordar que el futuro ni está
enteramente en nuestras manos, ni completamente fuera de nuestro alcance,
de suerte que no debemos ni esperarlo como si tuviese que llegar con seguridad,
ni desesperar como si no tuviese que llegar con certeza.
En tercer lugar, hay que comprender que entre los deseos,
unos son naturales y los otros vanos, y que entre los deseos naturales, unos
son necesarios y los otros sólo naturales. Por último, entre
los deseos necesarios, unos son necesarios para la felicidad, otros para
la tranquilidad del cuerpo, y los otros para la vida misma. Una teoría
verídica de los deseos refiere toda preferencia y toda aversión
a la salud del cuerpo y a la ataraxia [del alma], ya que en ello está
la perfección de la vida feliz, y todas nuestras acciones tienen como
fin evitar a la vez el sufrimiento y la inquietud. Y una vez lo hemos conseguido,
se dispersan todas las tormentas del alma, porque el ser vivo ya no tiene
que dirigirse hacia algo que no tiene, ni buscar otra cosa que pueda completar
la felicidad del alma y del cuerpo. Ya que buscamos el placer solamente cuando
su ausencia nos causa un sufrimiento. Cuando no sufrimos no tenemos ya necesidad
del placer.
Por ello decimos que el placer es el principio y el fin de
la vida feliz. Lo hemos reconocido como el primero de los bienes y conforme
a nuestra naturaleza, él es el que nos hace preferir o rechazar las
cosas, y a él tendemos tomando la sensibilidad como criterio del bien.
Y puesto que el placer es el primer bien natural, se sigue de ello que no
buscamos cualquier placer, sino que en ciertos casos despreciamos muchos
placeres cuando tienen como consecuencia un dolor mayor. Por otra parte,
hay muchos sufrimientos que consideramos preferibles a los placeres, cuando
nos producen un placer mayor después de haberlos soportado durante
largo tiempo. Por consiguiente, todo placer, por su misma naturaleza, es
un bien, pero todo placer no es deseable. Igualmente todo dolor es un mal,
pero no debemos huir necesariamente de todo dolor. Y por tanto, todas las
cosas deben ser apreciadas por una prudente consideración de las ventajas
y molestias que proporcionan. En efecto, en algunos casos tratamos el bien
como un mal, y en otros el mal como un bien.
A nuestro entender la autarquía es un gran bien. No
es que debamos siempre contentarnos con poco, sino que, cuando nos falta
la abundancia, debemos poder contentarnos con poco, estando persuadidos de
que gozan más de la riqueza los que tienen menos necesidad de ella,
y que todo lo que es natural se obtiene fácilmente, mientras que lo
que no lo es se obtiene difícilmente. Los alimentos más sencillos
producen tanto placer como la mesa más suntuosa, cuando está
ausente el sufrimiento que causa la necesidad; y el pan y el agua proporcionan
el más vivo placer cuando se toman después de una larga privación.
El habituarse a una vida sencilla y modesta es pues un buen modo de cuidar
la salud y además hace al hombre animoso para realizar las tareas
que debe desempeñar necesariamente en la vida. Le permite también
gozar mejor de una vida opulenta cuando la ocasión se presente, y
lo fortalece contra los reveses de la fortuna. Por consiguiente, cuando decimos
que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los pervertidos,
ni de los placeres sensuales, como pretenden algunos ignorantes que nos atacan
y desfiguran nuestro pensamiento. Hablamos de la ausencia de sufrimiento
para el cuerpo y de la ausencia de inquietud para el alma. Porque no son
ni las borracheras, ni los banquetes continuos, ni el goce de los jóvenes
o de las mujeres, ni los pescados y las carnes con que se colman las mesas
suntuosas, los que proporcionan una vida feliz, sino la razón, buscando
sin cesar los motivos legítimos de elección o de aversión,
y apartando las opiniones que pueden aportar al alma la mayor inquietud.
Por tanto, el principio de todo esto, y a la vez el mayor
bien, es la sabiduría. Debemos considerarla superior a la misma filosofía,
porque es la fuente de todas las virtudes y nos enseña que no puede
llegarse a la vida feliz sin la sabiduría, la honestidad y la justicia,
y que la sabiduría, la honestidad y la justicia no pueden obtenerse
sin el placer. En efecto, las virtudes están unidas a la vida feliz,
que a su vez es inseparable de las virtudes.
¿Existe alguien al que puedas poner por encima del
sabio? El sabio tiene opiniones piadosas sobre los dioses, no teme nunca
la muerte, comprende cuál es el fin de la naturaleza, sabe que es
fácil alcanzar y poseer el supremo bien, y que el mal extremo tiene
una duración o una gravedad limitadas.
En cuanto al destino, que algunos miran como un déspota,
el sabio se ríe de él. Valdría más, en efecto,
aceptar los relatos mitológicos sobre los dioses que hacerse esclavo
de la fatalidad de los físicos: porque el mito deja la esperanza de
que honrando a los dioses los haremos propicios mientras que la fatalidad
es inexorable. En cuanto al azar (fortuna, suerte), el sabio no cree, como
la mayoría, que sea un dios, porque un dios no puede obrar de un modo
desordenado, ni como una causa inconstante. No cree que el azar distribuya
a los hombres el bien y el mal, en lo referente a la vida feliz, sino que
sabe que él aporta los principios de los grandes bienes o de los grandes
males. Considera que vale más mala suerte razonando bien, que buena
suerte razonando mal. Y lo mejor en las acciones es que la suerte dé
el éxito a lo que ha sido bien calculado.
Por consiguiente, medita estas cosas y las que son del mismo
género, medítalas día y noche, tú solo y con
un amigo semejante a ti. Así nunca sentirás inquietud ni en
tus sueños, ni en tus vigilias, y vivirás entre los hombres
como un dios. Porque el hombre que vive en medio de los bienes inmortales
ya no tiene nada que se parezca a un mortal.
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Carta a Meneceo, de R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos.
Edad Antigua, Herder, Barcelona 1982, p.93-97.
Miguel Ángel Gallardo Ortiz
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