Crítica de la razón pura de Immanuel  Kant
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De los paralogismos de la razón pura
Para exponer el miércoles 12 de enero de 2005

Antes de entrar en conceptos trascendentales hacia los que Kant dirige su razón y su crítica, conviene definir con precisión la palabra que nucléa el texto a comentar, así:

El Diccionario de la Real Academia Española nos ofrece la siguiente definición:
paralogismo.  (Del lat. paralogismus, y este del gr. παραλογισμός). 1. m. Razonamiento falso.

Podríamos remontarnos a Aristóteles, en los tratados de Lógica del Organón (especialmente en las Refutaciones sofistas) como en la Metafísica, obras en las que se emplea el término.

El Diccionario Herder de Filosofía nos precisa un poco más:
paralogismo LÓG.  (del griego παραλογισμός, paralogismós, razonamiento falso) Razonamiento formalmente erróneo que, a diferencia del sofisma o de la falacia no requiere voluntariedad de engañar. Su apariencia de validez induce a error. Según Kant, la razón humana se ve inducida por su propia naturaleza a cometer determinados paralogismos, que llama trascendentales (ver texto), razonando engañosamente acerca de determinados temas. El principal de estos engaños forzosos, fuente de todos los demás, está en confundir la necesidad lógica de suponer un «yo pienso» que ha de dar unidad a toda la vida mental con la existencia de un yo personal, o un alma sustancia simple.
Este diccionario ofrece como texto ilustrativo, precisamente, este texto de Immanuel Kant de los paralogismos de la razón: "El paralogismo lógico es la incorrección del silogismo desde el punto de vista de su forma, sea cual sea su contenido. Un paralogismo trascendental posee un fundamento trascendental consistente en que induce a inferencias formalmente incorrectas. Así, pues, semejante falacia tiene que basarse en la naturaleza de la razón humana y conllevar una ilusión inevitable, aunque no insoluble" de la Crítica de la razón pura , Dialéctica trasc., libro 2, cap. 1, B 399 (Alfaguara, Madrid 1988, 6ª ed., p. 328)..

Buscando en otras obras de Kant, vemos que en su Lógica define como:
90. Raciocinios delusorios, -Paralogismos, -Sofismas. Llámase raciocinio delusorio (fallacia), a aquel que es falso en cuanto a la forma, aun que parece legítimo. Este raciocinio es un paralogismo cuando nos engañamos a nosotros mismos, y sofisma si se intenta engañar a los demás.
Observación. Los antiguos se ocupaban mucho del arte de los sofismas; distinguían una porción de especies; por ejemplo, sophisma figurœ dictionis, en el que el término medio se toma en diferente sentido; la faliacia a dicto secundum quid ad dictum simpliciter; el sophisma heteroutereos, elenchi ignorationis, etc., etc.

En lo 1o que sigue se comentará el texto de Kant destacando frases que pueden considerarse clave en negrita y subrayados e insertando en MAYÚSCULAS e italica.

Crítica de la razón pura

Libro segundo

De los raciocinios dialécticos de la razón pura
 
               Puede decirse que el objeto de una mera idea transcendental es algo de que no se tiene concepto, aun cuando dicha idea ha sido producida necesariamente en la razón, según sus leyes originarias ( es decir, que el resultado de los juicios, o de la aplicación de la razón, sobre los conocimientos a priori no son ya conocimientos a priori, y de ello, como dice Kant no se tiene concepto). Pues en realidad, de un objeto que debe ser adecuado a la exigencia de la razón no es posible ningún concepto del entendimiento, es decir un concepto que pueda ser mostrado en una experiencia posible y hecho intuible en ella. Mejor y menos expuesta a malas inteligencias sería la expresión que dijera: que nosotros no podemos tener del objeto, que corresponde a una idea, ningún conocimiento, aunque sí un concepto problemático.

ESTE PRIMER PÁRRAFO PUEDE COMENTARSE RECORDANDO
Tractatus, 4.1212: " Lo que se puede mostrar, no puede decirse", y en este contexto, lo que no puede decirse no es, no puede ser, un conocimiento, aunque sí podemos tener un concepto problemático de "lo que se puede mostrar".

               Ahora bien, por lo menos la realidad transcendental (subjetiva) de los conceptos puros de la razón se funda en que, por un raciocinio necesario, somos conducidos a esas ideas. Así pues, habrá raciocinios que no contengan premisas empíricas y por medio de los cuales de algo que conocemos inferimos alguna otra cosa, de que (anteriormente) no tenemos ningún concepto, y a la cual, sin embargo, por una ilusión inevitable, damos realidad objetiva. Esos raciocinios, pues, por su resultado, merecen llamarse más bien paralogismos que raciocinios ; aun cuando por su advenimiento podrían muy bien llevar este último nombre, pues no han sido fingidos ni han nacido casualmente, sino que han sido originados en la naturaleza de la razón. Son sofismas no de los hombres sino de la razón pura misma, de los cuales ni el más sabio de los hombres podría desasirse; acaso podrá, después de mucho esfuerzo, evitar el error, pero de la ilusión que sin cesar le obsede (palabra extraña relacionada con obsesionar o perseguir traducida de manera diversa en otras ediciones) y engaña, no puede librarse nunca por completo.
               De estos raciocinios dialécticos hay pues tres especies , tantas como son las ideas a que conducen sus conclusiones. En el raciocinio de la primera clase, infiero del concepto transcendental de sujeto, que no contiene nada múltiple, la absoluta unidad de ese sujeto mismo, del cual, de esta manera, no tengo ningún concepto. A este raciocinio dialecto le daré el nombre de paralogismo transcendental. La segunda clase de raciocinios sofísticos está dispuesta sobre el concepto transcendental de la absoluta totalidad de la serie de las condiciones, para un fenómeno en general dado; y de que tengo siempre un concepto contradictorio de la incondicionada unidad sintética de la serie, en una parte, infiero la exactitud de la unidad opuesta, de la cual, sin embargo, no tengo ningún concepto. Al estado de la razón, en estos raciocinios dialécticos, daré el nombre de antinomia de la razón pura. Por último, en la tercera especie de raciocinios sofísticos, infiero de la totalidad de las condiciones para pensar objetos en general, en cuanto pueden serme dados, la absoluta unidad sintética de todas las condiciones de la posibilidad de las cosas en general; es decir, de cosas que no conozco, según su mero concepto transcendental, infiero un ser de todos los seres, que conozco menos aún por un concepto transcendental y de cuya incondicionada necesidad no me puedo formar ningún concepto.
          A este raciocinio llamaré ideal de la razón pura.  
                                         
Primer capítulo

De los paralogismos de la razón pura
 
               El paralogismo lógico consiste en la falsedad de un raciocinio según la forma, sea cual fuere su contenido. Pero un paralogismo transcendental tiene un fundamento transcendental, para inferir falsamente según la forma. De este modo, esta conclusión falsa tendrá su fundamento en la naturaleza de la razón humana y llevará consigo una ilusión inevitable, si bien no insoluble.
               Ahora llegamos a un concepto, que no fue anotado arriba en la lista general de los conceptos transcendentales y sin embargo debe ser contado entre ellos, sin, por eso, alterar en lo más mínimo aquella tabla y declararla defectuosa. Éste es el concepto o, si prefiere, el juicio: «yo pienso». Pero pronto se ve que éste es el vehículo de todos los conceptos en general y, por lo tanto, también de los transcendentales; y que, por ende, siempre está comprendido entre éstos y es por ello igualmente transcendental, mas no puede tener un título particular, porque sólo sirve para exponer todo pensamiento como perteneciente a la conciencia. Pero por muy puro de elementos empíricos (impresiones de los sentidos) que sea, sirve sin embargo para distinguir dos especies de objetos en la naturaleza de nuestra facultad de representación. Yo, como pensante, soy un objeto del sentido interior y me llamo alma . Aquello que es un objeto de los sentidos externos, llámase cuerpo. Por ende la expresión «yo», como ser pensante, significa ya el objeto de la psicología, la cual puede llamarse doctrina racional del alma, si no aspiro a saber acerca del alma nada más que lo que pueda inferirse, independientemente de toda experiencia (que me determina más de cerca e in concreto) de ese concepto yo, en cuanto se presenta en todo pensamiento.
               La doctrina racional del alma es empero realmente una empresa de esa clase. Pues si el más mínimo elemento empírico de mi pensamiento, si alguna percepción particular de mi estado interior se mezclase entre los fundamentos de conocimiento, que tiene esa ciencia, ya no sería doctrina racional, sino empírica del alma. Tenemos pues ante nosotros una supuesta ciencia, que se ha construido sobre la única proposición: «yo pienso» y cuyo fundamento -o cuya falta de fundamento- podemos investigar aquí muy a propósito y de acuerdo con la naturaleza de una filosofía transcendental. No hay que detenerse ante la dificultad que dice que en esa proposición (que expresa la percepción de uno mismo) tengo una experiencia interna y que, por tanto, la doctrina racional del alma, edificada sobre ella, no es nunca pura, sino fundada en parte sobre un principio empírico. Pues esa percepción interior no es nada más que la mera apercepción: «Yo pienso», que es la que hace posibles todos los conceptos transcendentales, que dicen: «Yo pienso la substancia, la causa, etc...» Pues la experiencia interna en general y su posibilidad, o la percepción en general y su relación con otra percepción, sin que sea dada empíricamente ninguna particular distinción y determinación de las mismas, no puede considerarse como conocimiento empírico, sino que debe considerarse como conocimiento de lo empírico en general, y pertenece a la investigación de la posibilidad de toda experiencia, la cual en todo caso es transcendental. El más mínimo objeto de percepción (como v. g. sólo placer o dolor) que viniera a añadirse a la representación en general de la consciencia de uno mismo, transformarla de seguida la psicología racional en empírica.
               «Yo pienso», es pues el único texto de la psicología racional. De él debe ésta desenvolver todo su saber. Se ve fácilmente que ese pensamiento, si ha de ser referido a un objeto (a mí mismo) no puede contener otra cosa que predicados transcendentales de ese objeto, porque el más mínimo predicado empírico macularía la pureza racional y la independencia de la ciencia respecto de toda experiencia.
               Aquí empero tendremos que seguir meramente el hilo conductor de las categorías; sólo que como aquí es primeramente dada, una cosa -yo, como ser pensante- no alteraremos sin duda el orden anterior de las categorías, tal como fue representado en su tabla, pero sin embargo comenzaremos aquí por la categoría de la substancia, por donde una cosa en sí misma es representada, y seguiremos la serie hacia atrás. La tópica de la doctrina racional del alma, de donde debe deducirse todo lo demás que ésta pueda contener, es por tanto la siguiente:   

      1
El alma es substancia.
                                                                                             
      2
Es, según su cualidad, simple.
                                           
      3
Es, según los diferentes tiempos
 en que existe, numéricamente
 idéntica, es decir, es unidad (no
 pluralidad)
                          
      4
En relación está con los
posibles objetos en el
espacio.

De estos elementos nacen todos los conceptos de la doctrina pura del alma, por simple composición, sin conocer en lo más mínimo otro principio. Esta substancia, meramente como objeto del sentido interior, da el concepto de la inmaterialidad; como substancia simple da el de la incorruptibilidad; la identidad de la misma como substancia intelectual da la personalidad, estas tres cosas juntas hacen la espiritualidad; la relación con los objetos en el espacio da el comercio con cuerpos; por tanto, represéntase la substancia pensante como el principio de la vida en la materia, es decir, como alma (anima) y como el fundamento de la animalidad, ésta está limitada por la espiritualidad: inmortalidad.
               A esto empero se refieren cuatro paralogismos de una doctrina transcendental del alma, que es falsamente tenida por una ciencia de la razón pura acerca de la naturaleza de nuestro ser pensante. Como fundamento de esa ciencia no podemos empero poner nada más que la representación «YO», representación simple y enteramente vacía por sí misma de contenido y de la cual ni siquiera puede decirse que es un concepto, sino una mera conciencia, que acompaña a todos los conceptos. Por ese YO, o ÉL, o ELLO (la cosa) que piensa, nada es representado, sino un sujeto transcendental de los pensamientos = x, el cual sólo es conocido por los pensamientos que son sus predicados y del cual separadamente nunca podemos tener el más mínimo concepto; damos sin cesar vueltas alrededor suyo, puesto que para juzgar algo acerca de él tenemos siempre que usar ya de su representación; ésta es una incomodidad, que es inseparable de él, porque la conciencia en sí no es tanto una representación distintiva de un objeto particular, como una forma de la representación en general, en cuanto ésta debe llamarse conocimiento; pues de ella sólo puedo decir que por ella pienso algo.
               Pero debe parecer extraño, al comienzo, que la condición bajo la cual yo pienso en general y que es por lo tanto sólo una constitución de mi sujeto, haya de ser valedera al mismo tiempo para todo lo que piensa y que podamos preciarnos de fundar sobre una proposición, que parece empírica, un juicio apodíctico y universal, a saber: que todo lo que piensa está constituido como lo manifiesta en mí la expresión de la conciencia de mí mismo. La causa de esto está en que debemos necesariamente atribuir a las cosas a priori todas las propiedades que constituyen las condiciones bajo las cuales las pensamos. Ahora bien, de un ser pensante no puedo tener la menor representación por medio de la  experiencia externa y sí sólo por medio de la conciencia de mí mismo. Así pues, semejantes objetos no son más que el traslado de esa mi conciencia a otras cosas, las cuales sólo así son representadas como seres pensantes. La proposición: «yo pienso» es tomada empero aquí solo problemáticamente; no en cuanto pueda contener una percepción de una existencia (el cogito, ergo sum, de Descartes)  sino según su mera posibilidad, para ver qué propiedades pueden fluir de esa tan simple proposición en el sujeto de la misma (existan o no).
               Si, como fundamento de nuestro puro conocimiento racional del ser pensante en general, hubiera algo más que el cogito; si nos ayudáramos también con observaciones sobre el juego de nuestros pensamientos y las leyes de la naturaleza que de aquí se derivan, originaríase una psicología empírica, que sería una especie de fisiología del sentido interno y podría quizá servir a explicar los fenómenos de este sentido, pero nunca a descubrir propiedades que no pertenecen a la experiencia posible
(como las de lo simple) ni a enseñar apodícticamente acerca del ser pensante en general algo que se refiera a su naturaleza; no sería pues una psicología racional.
               Ahora bien, como la proposición «yo pienso» (tomada problemáticamente) contiene la forma de todo juicio del entendimiento en general y acompaña a todas las categorías como vehículo de ellas, es claro que las conclusiones sacadas de esa proposición no pueden contener más que un uso meramente transcendental del entendimiento, que excluye toda mezcla de experiencia y de cuyo progreso, según lo dicho más arriba, no podemos hacernos de antemano ningún concepto provechoso. Vamos pues a seguirlo por todos los predicamentos de la doctrina pura del alma, con
ojo crítico(126); pero, con objeto de abreviar, proseguiremos su examen en una conexión ininterrumpida.
               Ante todo, la siguiente observación general puede aguzar nuestra atención sobre esa especie de conclusión. No porque meramente pienso, conozco un objeto; para conocer un objeto necesito determinar una intuición dada, en relación con la unidad de la conciencia, en la que consiste todo pensamiento. Así pues, no me conozco a mí mismo por tener conciencia de mí mismo como pensante; me conozco cuando tengo conciencia de la intuición de mí mismo como determinada con respecto a la función del pensar. Los modos de la conciencia de uno mismo, en el pensar en sí, no son, por
tanto, conceptos intelectuales de objetos (categorías), sino meras funciones lógicas, que no dan a conocer ningún objeto al pensamiento y, por ende, tampoco me dan a conocer a mí mismo como objeto. No la conciencia del yo determinante, sino la del yo determinable, es decir, de mi intuición interior (en cuanto lo múltiple de ella puede ser enlazado conforme a la condición general de la unidad de la apercepción en el pensar), es el objeto.
               1º.   En todos los juicios soy siempre el sujeto determinante de aquella relación que constituye el juicio. Pero la proposición siguiente: debe ser válido que yo, el que piensa, pueda ser considerado en el pensamiento siempre como sujeto y como algo que no se adhiere meramente al pensamiento, según hace el predicado, es una proposición apodíctica y aun idéntica. Pero no significa que yo, como objeto, sea un ser subsistente por mí mismo, es decir, substancia. Esto último va muy lejos y exige,  por tanto, datos que no se hallan en el pensamiento, y acaso más (por cuanto sólo considero lo
pensante como tal) de lo que hallaré nunca (en el ser pensante sólo como pensante).
               2º.   Que el yo de la apercepción, por consiguiente, es en todo pensamiento un singular, que no puede ser disuelto en una pluralidad de sujetos y, por tanto, señala un sujeto, lógico simple, es cosa implícita en el concepto del pensar y, por consiguiente, es una proposición analítica. Pero esto no significa que el yo pensante sea una substancia simple, lo cual sería una proposición sintética. El concepto de la substancia se refiere siempre a intuiciones que, en mí, no pueden ser más que sensibles y, por lo tanto, están totalmente fuera del campo del entendimiento y de su pensar; de éste, empero,  propiamente se habla aquí tan sólo cuando se dice que el yo en el pensar es simple. Fuera maravilloso que lo que tanta precaución exige para distinguir, en lo expuesto por la intuición, lo que sea substancia y aún más si ésta puede ser simple (como en las partes de la materia), se dé aquí directamente, en la más pobre representación de todas, como, por decirlo así, por una revelación.
               3º.   La proposición que afirma la identidad de mí mismo, a pesar de toda multiplicidad, de que tengo conciencia, está precisamente también contenida en los conceptos mismos y, por lo tanto, es analítica. Pero esa identidad del sujeto, del que puedo tener conciencia en todas sus representaciones, no se refiere a la intuición del sujeto, por la cual es éste dado como objeto; no puede, por tanto, significar tampoco la identidad de su persona, entendiendo por ésta la conciencia de la identidad de
su propia substancia, como ser pensante, en todo cambio de los estados, porque, para demostrarla, no bastaría el mero análisis de la proposición «yo pienso», sino que harían falta diferentes juicios sintéticos, fundados en la intuición dada.
               4º.   «Yo distingo mi propia existencia, como ser pensante, de las otras cosas fuera de mí (entre las cuales se halla mi cuerpo)». Ésta es también una proposición analítica; pues otras cosas son cosas que yo pienso como distintas de mí. Pero no sé por esto en modo alguno si esta conciencia de mí mismo es posible sin cosas fuera de mí por las cuales me son dadas representaciones y si yo puedo por tanto existir meramente como ser pensante (sin ser hombre).
               Así pues, el análisis de la conciencia de mí mismo, en el pensamiento en general, no nos permite adelantar nada en el conocimiento de mí mismo como objeto. La exposición lógica del pensamiento en general es tomada falsamente por una determinación metafísica del objeto.
               Un gran obstáculo, el único inclusive que vendría a estorbar toda nuestra crítica, sería que hubiera posibilidad de demostrar a priori que todos los seres pensantes son en sí substancias simples y, como tales (y ésta es una consecuencia de la misma demostración) llevan consigo indefectiblemente personalidad y tienen conciencia de su existencia separada de toda materia. Pues con ello habríamos dado un paso fuera del mundo de los sentidos, habríamos entrado en el campo de los noúmenos y, entonces, nadie nos disputaría la facultad de extendernos en ese campo, construir en él y tomar
posesiones, según la buena estrella favoreciese a cada uno. Efectivamente, la proposición: «todo ser pensante, como tal, es substancia simple», es una proposición sintética a priori, primero, porque se extiende más que el concepto sobre que se funda y añade el modo de existencia al pensamiento en general; y segundo, porque agrega a ese concepto un predicado (la simplicidad) que no puede ser dado en ninguna experiencia. Pero entonces las proposiciones sintéticas a priori no son solamente, como hemos sostenido, posibles y admisibles respecto a objetos de experiencia posible, como  principios de la posibilidad de esta experiencia misma, sino que pueden referirse a las cosas en general y en sí mismas. Esta consecuencia, empero, pondría fin a toda esta crítica y permitiría atenerse a lo antiguo. Mas el peligro no es aquí tan grande, si atendemos detenidamente a la cosa.
               En el proceder de la psicología racional hay un paralogismo, que puede exponerse en el siguiente raciocinio:
               Lo que no puede ser pensado más que como sujeto, no existe tampoco más que como sujeto y es, por tanto, substancia.
               Es así que un ser pensante, considerado sólo como tal, no puede ser pensado más que como sujeto.
               Luego no existe más que como tal sujeto, es decir, como substancia.
               En la mayor se habla de un ser que puede ser pensado en general, en toda relación y, consiguientemente, también tal como en la intuición puede ser dado. En la menor, empero, se habla de ese mismo ser, en cuanto se considera a sí mismo como sujeto, sólo en relación al pensamiento y a la unidad de la conciencia, pero no al mismo tiempo en relación a la intuición, por la cual es dado como objeto al pensamiento. Por lo tanto, la conclusión es deducida per sophisma figurae dictionis, es decir, mediante un falso raciocinio.
               Que esta reducción del famoso argumento a un paralogismo es del todo exacta, se ve claramente, si recuerda la observación general a la representación sistemática de los principios y la parte que trata de los noúmenos, en donde fue demostrado que el concepto de una cosa, que puede existir por sí misma como sujeto, pero no como mero predicado, no lleva consigo ninguna realidad objetiva, es decir, que no se puede saber si puede corresponderle algún objeto, ya que no se conoce la posibilidad de semejante modo de existir, y por consiguiente, que no proporciona absolutamente ningún conocimiento. Para que su concepto, bajo el nombre de substancia, señale un objeto que
puede ser dado y llegue a un conocimiento, tiene que ponerse a su base una intuición permanente, como condición imprescindible de la realidad objetiva de un concepto, o sea aquello por lo cual tan sólo es el objeto dado. Mas en la intuición interna no tenemos nada permanente, pues el yo es sólo la conciencia de mi pensar. Así pues, si permanecemos en el solo pensar, falta la necesaria condición para que nos apliquemos a nosotros mismos, como seres pensantes, el concepto de substancia, o sea el de un sujeto, existente por sí mismo; y la simplicidad de la substancia, unida con él, desaparece
también con la realidad objetiva de ese concepto y se convierte en mera unidad lógica cualitativa de la conciencia de sí mismo, en el pensar en general, sea el sujeto compuesto o no.  
 
  Refutación de la prueba de la permanencia del alma, dada por Mendelssohn
 
               Este agudo filósofo advirtió pronto que los argumentos que suelen darse para demostrar que el alma (supuesto que sea un ser simple) no puede cesar de existir por descomposición, no son suficientes para el propósito de asegurarle la necesaria duración, puesto que podría admitirse que la existencia del alma cesa por extinción. En su Fedon trata de librar al alma de esa extinción, que sería un verdadero aniquilamiento, confiando en demostrar que un ser simple no puede cesar de ser, pues como no puede ser disminuido y por lo tanto perder poco a poco algo de su existencia, convirtiéndose paulatinamente en nada (ya que no tiene partes, ni por ende pluralidad) resulta que,
entre un momento en que existe y el otro momento en que ya no existe, no habría tiempo alguno, lo cual es imposible. -Pero no pensó que, aun admitiendo esa naturaleza simple del alma, por la cual ésta no contiene multiplicidad de partes unas fuera de otras ni, por tanto magnitud extensiva, sin embargo no se le puede negar, como a ninguna cosa existente, magnitud intensiva, es decir, un grado de realidad respecto de todas sus facultades y aun en general de todo aquello que constituye la existencia. Este grado de realidad puede disminuir, pasando por infinitos grados más pequeños y así la supuesta substancia (la cosa, cuya permanencia por lo demás no está asegurada) puede convertirse en nada, no ciertamente por descomposición, pero sí por paulatino abandono (remissio) de sus fuerzas (y por lo tanto por languidez, si me es permitido usar esta expresión). Pues la conciencia misma, tiene siempre un grado, que siempre puede disminuir y, por consiguiente también la facultad de tener conciencia de sí mismo y así todas las demás facultades-. Así pues, la permanencia del alma, como mero objeto del sentido interior, sigue sin ser demostrada y es indemostrable, aun  cuando su permanencia en la vida, en donde el ser pensante (como hombre) es para sí mismo al
mismo tiempo un objeto de los sentidos exteriores, resulta clara por sí; pero con esto no se satisface el psicólogo racional, que acomete la empresa de demostrar por meros conceptos la absoluta permanencia del alma, incluso después de la vida.
               Si ahora tomamos nuestras proposiciones anteriores en conexión sintética -y así, como valederas para todos los seres pensantes, deben ser tomadas en el sistema de la psicología racional-; si partiendo de la categoría de relación, con la proposición: «todos los seres pensantes son, como tales, substancias», recorremos hacia atrás la serie de las categorías, hasta cerrar el círculo, tropezamos por último con la existencia de las substancias, de cuya existencia no sólo tienen aquellas proposiciones conciencia en este sistema, independientemente de cosas exteriores, sino que (con respecto a la  permanencia que pertenece necesariamente al carácter de la substancia) pueden determinarla por sí mismas. De aquí se sigue, empero, que el idealismo es inevitable en ese mismo sistema racionalista, por lo menos el problemático; y si la existencia de cosas exteriores no es exigible para la determinación de la de uno mismo en el tiempo, aquella existencia es admitida inútilmente, sin poderse dar nunca prueba de ella.
               Si seguimos en cambio el proceder analítico, en donde el «yo pienso», como proposición que encierra ya en sí una existencia, está como dado y por tanto la modalidad sirve de base, y lo analizamos para conocer su contenido, para conocer si y cómo solamente por eso ese yo determina su existencia en el tiempo o en el espacio, entonces las proposiciones de la doctrina racional del alma comenzarían no por el concepto de un ser pensante en general, sino por una realidad; y, del modo
como esta realidad es pensada, después de separado cuanto en ella es empírico, se deduciría lo que conviene a un ser pensante en general. Así lo muestra la tabla siguiente:
                            
    1º.
Yo pienso.
                                                                       
                                                                                            
     2º.
Como sujeto.
                                               
     3º.
Como sujeto simple.
                          
    4º.
Como sujeto idéntico,
en todo estado de mi pensamiento.
              

               Mas aquí, en la segunda proposición, no se determina si yo puedo existir y ser pensado como sujeto y no también como predicado de otro; de donde resulta que el concepto de un sujeto es tomado aquí solo lógicamente y queda sin determinar si debe entenderse por ello substancia o no. Pero en la tercera proposición, la unidad absoluta de la apercepción, el yo simple en la representación, al cual se refiere todo enlace o toda separación que constituye el pensar, adquiere importancia por sí, aun cuando nada he decidido aún acerca de la constitución del sujeto o su subsistencia. La apercepción es algo real y su simplicidad reside ya en su posibilidad. Ahora bien, en el espacio no hay nada real que sea simple; pues los puntos (que constituyen lo único simple en el espacio) son sólo límites, pero no algo que sirva para constituir, como parte, el espacio. Así se sigue de aquí la imposibilidad de una definición de mi constitución (como mero sujeto pensante) sacada de los fundamentos del materialismo. Pero como mi existencia, en la primera proposición, es considerada como dada, puesto que no dice: «todo ser pensante existe» (lo cual significaría necesidad absoluta y por tanto diría demasiado), sino sólo: «existo pensando», resulta que es empírica y contiene la determinabilidad de mi existencia con respecto a mis representaciones en el tiempo. Pero como a su vez para esto necesito algo permanente, lo cual, en cuanto me pienso a mí mismo, no me es dado en la intuición interna, resulta que el modo como yo existo, si como substancia o como accidente, no puede ser determinado mediante esa simple conciencia de mí mismo. Así pues, si el materialismo no conviene como modo de explicación de mi existencia, el espiritualismo es de la misma manera insuficiente y la conclusión es que de ninguna manera, sea cual fuere, podemos conocer cosa alguna de la constitución de nuestra alma, que se refiera a la posibilidad de su existencia en general separada.
               Y ¿cómo iba a ser posible pasar por encima de la experiencia, mediante la unidad de la conciencia, que nosotros no conocemos más que porque la necesitamos imprescindiblemente para la posibilidad de la experiencia? ¿Cómo iba a ser posible extender nuestro conocimiento a la naturaleza de todos los seres pensantes en general, por medio de la proposición empírica: «yo pienso», proposición indeterminada con respecto a toda especie de intuición?
               No hay, pues, psicología racional como doctrina, que nos proporcione un aumento del conocimiento de nosotros mismos. Solo existe como disciplina, que pone a la razón especulativa en este campo límites infranqueables; por una parte, para no echarse en brazos del materialismo sin alma, y, por otra parte, para no perderse fantaseando en el espiritualismo, sin fundamento para nosotros en la vida. Más bien nos recuerda que debemos considerar esa negativa de nuestra razón a dar respuesta satisfactoria a las curiosas preguntas acerca de lo que sucede allende esta vida, como una advertencia de la misma, para que, apartándonos de la estéril especulación transcendente acerca de nuestro propio conocimiento, nos apliquemos al uso práctico lleno de riquezas; éste, aun cuando siempre está dirigido a objetos de la experiencia, toma sin embargo sus principios de algo más alto y determina la conducta como si nuestro destino sobrepujase infinitamente la experiencia y por lo tanto la vida.
               Por todo esto se ve que la psicología racional debe su origen a un simple malentendido. La unidad de la conciencia, que está a la base de las categorías, es tomada aquí, por la intuición del sujeto, como objeto, y la categoría de la substancia le es aplicada. Es empero sólo la unidad en el pensar;  por ella sola ningún objeto es dado y la categoría de la substancia no puede por tanto serle aplicada, porque esta siempre supone la intuición dada; ese sujeto por ende no puede ser conocido. El sujeto de las categorías no puede, por el hecho de pensarlas, recibir de sí mismo, como objeto de las
categorías, un concepto; pues para pensar éste, tendría que poner como base la conciencia pura de sí mismo, que es precisamente lo que ha debido ser definido. Asimismo el sujeto, en el cual tiene su fundamento originariamente la representación del tiempo, no puede por ella determinar su propia existencia en el tiempo y, si esto último no puede ser, tampoco puede tener lugar lo primero, como determinación de sí mismo (en cuanto ser pensante en general) mediante categorías.
               Así desaparece un conocimiento buscado allende los límites de la experiencia posible y, sin embargo, perteneciente a lo que más interesa a la humanidad. Es una esperanza fallida, si queremos deberla a la filosofía especulativa. En esto, sin embargo, la severidad de la crítica, al mostrar la imposibilidad de decir nada dogmáticamente acerca de un objeto de la experiencia, más allá de los límites de la experiencia, hace a la razón en ese su interés, un servicio no pequeño, poniéndola también a cubierto de todas las posibles afirmaciones de lo contrario. Esto no puede hacerse más que o bien demostrando apodícticamente una proposición, o bien, si esto no se hace con éxito, buscando las fuentes de tal incapacidad, las cuales, si se hallan en las necesarias limitaciones de nuestra razón, deben someter a todo enemigo a esas mismas leyes, que se oponen a todas las pretensiones de afirmación dogmática.
               Sin embargo, no se ha perdido lo más mínimo para el derecho y aun la necesidad de admitir una vida futura, según principios del uso práctico de la razón, enlazado en esto con el especulativo; porque la mera prueba especulativa no ha podido ciertamente tener nunca en la razón común humana influjo alguno. Está hecha de tales sutilezas que la escuela misma no ha podido conservarla tanto tiempo, si no es haciéndole, como a los trompos, dar vueltas alrededor de sí misma; a los ojos de la
escuela misma no proporciona esa prueba ningún fundamento permanente, sobre el cual pueda construirse algo. Las pruebas, que para el mundo son utilizables, conservan aquí todas su valor, sin disminución alguna; más bien diríamos que, al rechazar esas pretensiones dogmáticas, ganan en claridad y convicción sincera, ya que sitúan la razón en su peculiar dominio, que es la ordenación de los fines, la cual sin embargo, es al mismo tiempo ordenación de la naturaleza; la razón entonces, al mismo tiempo como facultad práctica en sí misma, sin estar limitada por las condiciones de la ordenación de la naturaleza, se ve autorizada a extender la ordenación de los fines y, con ella, nuestra
propia existencia, más allá de los límites de la experiencia y de la vida. A juzgar por la analogía con la naturaleza de los seres vivos en este mundo -para los cuales la razón necesariamente tiene que admitir, como principio, que no hay ningún órgano, ninguna facultad, ningún impulso, nada en suma  prescindible o desproporcionado a su uso y por tanto desprovisto de fin, sino que todo es exactamente conforme a su destino en la vida- debería el hombre, que es el único que puede tener en si el fin último de todo eso, ser la única criatura exceptuada de dicha finalidad. Pues sus facultades naturales, no sólo los talentos e impulsos para hacer uso de ellas, sino principalmente la ley moral en él, superan tanto a todo provecho y utilidad posibles en esta vida, que esa ley le enseña a estimar sobre todas las cosas la mera conciencia de tener el ánimo rectamente templado, aunque falte toda ventaja y por encima incluso de la sombra fugaz de la vana gloria. Siéntese el hombre interiormente llamado a hacerse digno, por su conducta en este mundo y renunciando a muchos provechos, de ser ciudadano de otro mundo mejor, que lleva en su idea. Este argumento poderoso, nunca refutable, acompañado por un conocimiento siempre creciente de la finalidad, en todo cuanto vemos en torno, y
por una visión de la inmensidad de la creación, como también por la conciencia de cierta ilimitación en la posible extensión de nuestros conocimientos, y junto a un impulso adecuado a ésta, queda siempre en pie, aún cuando debamos renunciar a conocer la necesaria perduración de nuestra existencia mediante un simple conocimiento teórico.   
   
                          Conclusión de la solución del paralogismo psicológico
 
                 La ilusión dialéctica en la psicología racional descansa en la confusión de una idea de la razón (de una inteligencia pura) con el concepto, en todos aspectos indeterminado, de un ser pensante en general. Me pienso a mí mismo para una experiencia posible, haciendo abstracción de toda experiencia real; y saco en conclusión que puedo tener conciencia de mi propia existencia, aun fuera de la experiencia y de las condiciones empíricas de la misma. Por consiguiente, confundo la posible abstracción de mi existencia, empíricamente determinada, con la supuesta conciencia de una posible
existencia separada de mi sujeto pensante, y creo conocer lo substancial en mí como sujeto  transcendental, cuando sólo tengo en el pensamiento la mera unidad de la conciencia que está a la base de toda determinación como mera forma del conocimiento.
               El problema de explicar la comunidad del alma con el cuerpo no pertenece propiamente a la psicología de que se trata aquí, porque se propone demostrar la personalidad del alma, aun fuera de esa comunidad (después, de la muerte), y es, por tanto, en su sentido propio transcendente, si bien se ocupa de un objeto de la experiencia, pero sólo en cuanto cesa de ser objeto de la experiencia.
          Sin embargo, puede darse a esto una respuesta suficiente, según nuestro concepto doctrinal. La dificultad, que ha ocasionado ese problema, consiste, como es sabido, en la presupuesta heterogeneidad del objeto del sentido interno (el alma) con los objetos de los sentidos externos, teniendo aquél el tiempo por condición formal de su intuición y éstos, el tiempo y el espacio. Pero si se piensa que las dos especies de objetos no se distinguen en esto interiormente, sino sólo por cuanto la una aparece (es fenómeno) a la otra exteriormente y, por lo tanto, que lo que hay a la base del fenómeno de la materia, como su cosa en sí, puede acaso no ser tan heterogéneo, desaparece dicha dificultad y sólo resta la siguiente: cómo sea posible en general una comunidad de substancias. Pero
resolverla es cosa que cae fuera del campo de la psicología y, sin duda alguna, fuera también del campo de todo conocimiento humano, como puede fácilmente juzgarlo el lector por lo que se ha dicho en la Analítica, acerca de las potencias y las facultades fundamentales.
 
Observación general referente al tránsito de la psicología racional a la cosmología
 
               La proposición: «yo pienso», o «yo existo pensando», es una proposición empírica. Mas a la base de una proposición semejante, hay una intuición empírica y, por consiguiente, también el objeto  pensado como fenómeno; y así parece como si, según nuestra teoría, el alma se tornase por completo fenómeno, incluso en el pensamiento; y de esta suerte, nuestra conciencia misma, como mera apariencia, no debería en realidad referirse a nada.
               El pensamiento, tomado por sí mismo, es simplemente la función lógica; por lo tanto es la simple espontaneidad del enlace de lo múltiple en una intuición meramente posible, y no presenta el sujeto de la conciencia como fenómeno, porque no toma en consideración alguna la especie de la intuición, ni si ésta es sensible o intelectual. Por tanto, yo no me represento en él ni como soy, ni como me aparezco a mí mismo, sino que me pienso como pienso cualquier objeto en general de cuya especie de intuición
hago abstracción. Cuando aquí me represento a mí mismo como sujeto de los pensamientos o como fundamento del pensar, estas especies de representaciones no significan las categorías de la substancia o de la causa; pues éstas son las funciones del pensar (juzgar) aplicadas ya a nuestras intuiciones sensibles, las cuales serían sin duda exigidas si yo quisiera conocerme. Ahora bien, si yo quiero tan sólo tener conciencia de mí mismo, como pensante, y dejo a un lado el cómo sea dado mi propio yo en la intuición, entonces podría ese yo ser para mí, que pienso (mas no en cuanto pienso)
mero fenómeno; en la conciencia de mí mismo en el pensar soy el ser mismo, por el cual, sin embargo, nada me es dado para el pensar.
               Pero la proposición «yo pienso», por cuanto significa «yo existo pensando», no es una mera función lógica, sino que determina el sujeto (el cual entonces es al mismo tiempo objeto) con respecto a la existencia y no puede tener lugar sin el sentido interno, cuya intuición proporciona siempre el objeto, no como cosa en sí misma, sino meramente como fenómeno. En ella, pues, no hay ya sólo espontaneidad del pensar sino también receptividad de la intuición, es decir, el pensamiento de mí mismo aplicado a la intuición empírica precisamente de ese mismo sujeto. En esta intuición debería
entonces el yo pensante buscar las condiciones del uso de sus funciones lógicas para las categorías de substancia, causa, etc., no sólo para señalarse como objeto en sí mismo mediante el yo, sino para determinar la especie de su existencia, es decir, para conocerse como noúmeno; cosa empero imposible, puesto que la intuición empírica interna es sensible y no proporciona más que datos del fenómeno -que nada dan al objeto de la conciencia pura para el conocimiento de su existencia separada- y sólo para la experiencia puede servir.
               Pero supongamos que se encuentre más adelante, no en la experiencia, pero sí en ciertas leyes (no solo reglas lógicas) del uso puro de la razón -leyes establecidas a priori y referentes a nuestra existencia- ocasión de suponernos enteramente a priori legisladores de nuestra propia existencia y determinantes de esa misma existencia. Descubriríamos entonces así una espontaneidad, por la cual nuestra realidad sería determinable, sin necesitar para ello las condiciones de la intuición empírica; y
aquí tendríamos la convicción de que en la conciencia de nuestra existencia hay contenido a priori algo que puede servir para que nuestra existencia, que sólo es determinable de modo sensible, se determine con respecto a cierta facultad interior, referida a un mundo inteligible (desde luego sólo pensado).
               Pero esto no dejaría lo más mínimo de detener todos los intentos en la psicología racional. Pues  por medio de esa maravillosa facultad, que la conciencia de la ley moral me manifiesta, tendría ciertamente un principio puramente intelectual de la determinación de mi existencia. Pero, ¿por medio de qué predicados? Por ningunos otros que los que tienen que serme dados en la intuición sensible; y así habría caído de nuevo en la psicología racional, a saber, en la necesidad de intuiciones sensibles para proporcionar significación a mis conceptos del entendimiento: substancia, causa, etc., por donde solamente puedo tener conocimiento de mí mismo; esas intuiciones empero no pueden servirme nunca más allá del campo de la experiencia. Sin embargo estos conceptos, con respecto al uso práctico -el cual siempre está dirigido a objetos de la experiencia- tendría yo derecho a aplicarlos conformemente a la significación analógica en el uso teórico, a la libertad y al sujeto de ésta; entendiendo por esto solamente las funciones lógicas de sujeto y predicado, de fundamento y consecuencia, conforme a las cuales son las acciones y los efectos de tal suerte determinados, según esas leyes, que pueden siempre ser explicados con las leyes naturales, conforme a las categorías de la substancia y de la causa, aunque se originan en muy otro principio. Esta observación se ha hecho para prevenir la mala inteligencia a que está expuesta fácilmente la teoría de la intuición del yo como fenómeno. En lo que sigue habrá ocasión de hacer uso de ello.  
 
Para exponer el miércoles 12 de enero de 2005

De los paralogismos de la razón pura

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