Puede decirse que el objeto de una mera
idea transcendental es algo
de que no se tiene concepto, aun cuando dicha idea ha sido producida
necesariamente en la razón, según sus leyes originarias (
es decir, que el resultado de los juicios, o de la aplicación de la
razón, sobre los conocimientos a priori no son ya conocimientos a
priori, y de ello, como dice Kant no se tiene concepto). Pues en realidad,
de un objeto que debe ser adecuado a la exigencia de la razón no es
posible ningún concepto del entendimiento, es decir un concepto que
pueda ser mostrado en una experiencia posible y hecho intuible en ella. Mejor
y menos expuesta a malas inteligencias sería la expresión que
dijera: que nosotros no podemos tener del objeto, que corresponde a una idea,
ningún conocimiento, aunque sí un concepto problemático.
ESTE PRIMER PÁRRAFO PUEDE COMENTARSE RECORDANDO
Tractatus, 4.1212: " Lo que se puede mostrar, no puede decirse",
y en
este contexto, lo que no puede decirse no es, no puede ser, un conocimiento,
aunque sí podemos tener un concepto problemático de "lo que
se puede mostrar".
Ahora bien, por lo menos la realidad transcendental (subjetiva) de los conceptos
puros de la razón se funda en que, por un raciocinio necesario, somos
conducidos a esas ideas. Así pues, habrá raciocinios que no
contengan premisas empíricas y por medio de los cuales de algo que
conocemos inferimos alguna otra cosa, de que (
anteriormente) no tenemos
ningún concepto, y a la cual, sin embargo, por una ilusión
inevitable, damos realidad objetiva. Esos raciocinios, pues, por su resultado,
merecen llamarse más bien paralogismos que raciocinios
; aun cuando por su advenimiento podrían muy bien llevar este último
nombre, pues no han sido fingidos ni han nacido casualmente, sino que han
sido originados en la naturaleza de la razón.
Son sofismas no
de los hombres sino de la razón pura misma, de los cuales
ni el más sabio de los hombres podría desasirse; acaso podrá,
después de mucho esfuerzo, evitar el error, pero de la ilusión
que sin cesar le obsede (
palabra extraña relacionada con obsesionar
o perseguir traducida de manera diversa en otras ediciones) y engaña,
no puede librarse nunca por completo.
De estos raciocinios dialécticos hay pues
tres especies
, tantas como son las ideas a que conducen sus conclusiones. En el raciocinio
de la
primera clase, infiero del
concepto transcendental
de sujeto, que no contiene nada múltiple, la absoluta unidad de
ese sujeto mismo, del cual, de esta manera, no tengo ningún concepto.
A este raciocinio dialecto le daré el nombre de
paralogismo
transcendental. La
segunda clase de raciocinios sofísticos
está dispuesta sobre el concepto transcendental de la
absoluta
totalidad de la serie de las condiciones, para un fenómeno en
general dado; y de que tengo siempre un concepto contradictorio de la incondicionada
unidad sintética de la serie, en una parte, infiero la exactitud de
la unidad opuesta, de la cual, sin embargo, no tengo ningún concepto.
Al estado de la razón, en estos raciocinios dialécticos, daré
el nombre de
antinomia de la razón pura. Por último,
en la
tercera especie de raciocinios sofísticos, infiero
de la
totalidad de las condiciones para pensar objetos en general,
en cuanto pueden serme dados, la absoluta unidad sintética de todas
las condiciones de la posibilidad de las cosas en general; es decir, de cosas
que no conozco, según su mero concepto transcendental, infiero un
ser de todos los seres, que conozco menos aún por un
concepto transcendental y de cuya incondicionada necesidad no me puedo formar
ningún concepto.
A este raciocinio
llamaré
ideal de la razón pura.
Primer capítulo
De los paralogismos de la razón pura
El paralogismo lógico consiste en la falsedad de un raciocinio según
la forma, sea cual fuere su contenido. Pero
un paralogismo transcendental
tiene un fundamento transcendental, para inferir falsamente según la
forma. De este modo, esta conclusión falsa tendrá su
fundamento en la naturaleza de la razón humana y llevará consigo
una ilusión inevitable, si bien
no insoluble.
Ahora llegamos a un concepto, que no fue anotado arriba en la lista general
de los conceptos transcendentales y sin embargo debe ser contado entre ellos,
sin, por eso, alterar en lo más mínimo aquella tabla y declararla
defectuosa. Éste es el concepto o, si prefiere, el juicio: «yo
pienso». Pero pronto se ve que éste es el vehículo de
todos los conceptos en general y, por lo tanto, también de los transcendentales;
y que, por ende, siempre está comprendido entre éstos y es por
ello igualmente transcendental, mas no puede tener un título particular,
porque sólo sirve para exponer todo pensamiento como perteneciente
a la conciencia. Pero por muy puro de elementos empíricos (impresiones
de los sentidos) que sea, sirve sin embargo para distinguir dos especies
de objetos en la naturaleza de nuestra facultad de representación.
Yo, como pensante, soy un objeto del sentido interior y me llamo alma
. Aquello que es un objeto de los sentidos externos, llámase cuerpo.
Por ende la expresión «yo», como ser pensante, significa
ya el
objeto de la psicología, la cual puede llamarse
doctrina racional del alma, si no aspiro a saber acerca del alma nada más
que lo que pueda inferirse, independientemente de toda experiencia (que me
determina más de cerca e in concreto) de ese concepto yo, en cuanto
se presenta en todo pensamiento.
La doctrina racional del alma es empero realmente una empresa de esa clase.
Pues si el más mínimo elemento empírico de mi pensamiento,
si alguna percepción particular de mi estado interior se mezclase entre
los fundamentos de conocimiento, que tiene esa ciencia, ya no sería
doctrina racional, sino empírica del alma. Tenemos pues ante nosotros
una supuesta ciencia, que se ha construido sobre la única proposición:
«yo pienso» y cuyo fundamento -o cuya falta de fundamento- podemos
investigar aquí muy a propósito y de acuerdo con la naturaleza
de una filosofía transcendental. No hay que detenerse ante la dificultad
que dice que en esa proposición (que expresa la percepción
de uno mismo) tengo una experiencia interna y que, por tanto, la doctrina
racional del alma, edificada sobre ella, no es nunca pura, sino fundada en
parte sobre un principio empírico. Pues esa percepción interior
no es nada más que la mera
apercepción: «Yo pienso»,
que es la que hace posibles todos los conceptos transcendentales, que dicen:
«Yo pienso la substancia, la causa, etc...» Pues la experiencia
interna en general y su posibilidad, o la percepción en general y
su relación con otra percepción, sin que sea dada empíricamente
ninguna particular distinción y determinación de las mismas,
no puede considerarse como conocimiento empírico, sino que debe considerarse
como conocimiento de lo empírico en general, y pertenece a la investigación
de la posibilidad de toda experiencia, la cual en todo caso es transcendental.
El más mínimo objeto de percepción (como v. g. sólo
placer o dolor) que viniera a añadirse a la representación
en general de la consciencia de uno mismo, transformarla de seguida la psicología
racional en empírica.
«Yo pienso», es pues el único texto de la psicología
racional. De él debe ésta desenvolver todo su saber. Se ve fácilmente
que ese pensamiento, si ha de ser referido a un objeto (a mí mismo)
no puede contener otra cosa que predicados transcendentales de ese objeto,
porque el más mínimo predicado empírico macularía
la pureza racional y la independencia de la ciencia respecto de toda experiencia.
Aquí empero tendremos que seguir meramente el hilo conductor de las
categorías; sólo que como aquí es primeramente dada,
una cosa -yo, como ser pensante- no alteraremos sin duda el orden anterior
de las categorías, tal como fue representado en su tabla, pero sin
embargo comenzaremos aquí por la categoría de la substancia,
por donde una cosa en sí misma es representada, y seguiremos la serie
hacia atrás.
La tópica de la doctrina racional del
alma, de donde debe deducirse todo lo demás que ésta pueda
contener, es por tanto la siguiente:
1
El alma es substancia.
2
Es, según su cualidad, simple.
3
Es, según los diferentes tiempos
en que existe, numéricamente
idéntica, es decir, es unidad (no
pluralidad)
4
En relación está con los
posibles objetos en el
espacio.
De estos elementos nacen todos los conceptos de la doctrina pura del alma,
por simple composición, sin conocer en lo más mínimo
otro principio. Esta substancia, meramente como objeto del sentido interior,
da el concepto de la inmaterialidad; como substancia simple da el de la incorruptibilidad;
la identidad de la misma como substancia intelectual da la personalidad, estas
tres cosas juntas hacen la espiritualidad; la relación con los objetos
en el espacio da el comercio con cuerpos; por tanto, represéntase la
substancia pensante como el principio de la vida en la materia, es decir,
como alma (anima) y como el fundamento de la animalidad, ésta está
limitada por la espiritualidad: inmortalidad.
A esto empero se refieren cuatro paralogismos de una doctrina transcendental
del alma, que es falsamente tenida por una ciencia de la razón pura
acerca de la naturaleza de nuestro ser pensante. Como fundamento de esa ciencia
no podemos empero poner nada más que la representación «YO»,
representación simple y enteramente vacía por sí misma
de contenido y de la cual ni siquiera puede decirse que es un concepto, sino
una mera conciencia, que acompaña a todos los conceptos. Por ese YO,
o ÉL, o ELLO (la cosa) que piensa, nada es representado, sino un sujeto
transcendental de los pensamientos = x, el cual sólo es conocido por
los pensamientos que son sus predicados y del cual separadamente nunca podemos
tener el más mínimo concepto; damos sin cesar vueltas alrededor
suyo, puesto que para juzgar algo acerca de él tenemos siempre que
usar ya de su representación; ésta es una incomodidad, que es
inseparable de él, porque la conciencia en sí no es tanto una
representación distintiva de un objeto particular, como una forma de
la representación en general, en cuanto ésta debe llamarse conocimiento;
pues de ella sólo puedo decir que por ella pienso algo.
Pero debe parecer extraño, al comienzo, que la condición bajo
la cual yo pienso en general y que es por lo tanto sólo una constitución
de mi sujeto, haya de ser valedera al mismo tiempo para todo lo que piensa
y que podamos preciarnos de fundar sobre una proposición, que parece
empírica, un juicio apodíctico y universal, a saber: que todo
lo que piensa está constituido como lo manifiesta en mí la expresión
de la conciencia de mí mismo. La causa de esto está en que
debemos necesariamente atribuir a las cosas a priori todas las propiedades
que constituyen las condiciones bajo las cuales las pensamos. Ahora bien,
de un ser pensante no puedo tener la menor representación por medio
de la experiencia externa y sí sólo por medio de la conciencia
de mí mismo. Así pues, semejantes objetos no son más
que el traslado de esa mi conciencia a otras cosas, las cuales sólo
así son representadas como seres pensantes. La proposición:
«yo pienso» es tomada empero aquí solo problemáticamente;
no en cuanto pueda contener una percepción de una existencia (el cogito,
ergo sum, de Descartes) sino según su mera posibilidad, para
ver qué propiedades pueden fluir de esa tan simple proposición
en el sujeto de la misma (existan o no).
Si, como fundamento de nuestro puro conocimiento racional del ser pensante
en general, hubiera algo más que el cogito; si nos ayudáramos
también con observaciones sobre el juego de nuestros pensamientos y
las leyes de la naturaleza que de aquí se derivan, originaríase
una psicología empírica, que sería una especie de fisiología
del sentido interno y podría quizá servir a explicar los fenómenos
de este sentido, pero nunca a descubrir propiedades que no pertenecen a la
experiencia posible
(como las de lo simple) ni a enseñar apodícticamente acerca
del ser pensante en general algo que se refiera a su naturaleza; no sería
pues una psicología racional.
Ahora bien, como la proposición «yo pienso» (tomada problemáticamente)
contiene la forma de todo juicio del entendimiento en general y acompaña
a todas las categorías como vehículo de ellas, es claro que
las conclusiones sacadas de esa proposición no pueden contener más
que un uso meramente transcendental del entendimiento, que excluye toda mezcla
de experiencia y de cuyo progreso, según lo dicho más arriba,
no podemos hacernos de antemano ningún concepto provechoso. Vamos pues
a seguirlo por todos los predicamentos de la doctrina pura del alma, con
ojo crítico(126); pero, con objeto de abreviar, proseguiremos su
examen en una conexión ininterrumpida.
Ante todo, la siguiente observación general puede aguzar nuestra atención
sobre esa especie de conclusión. No porque meramente pienso, conozco
un objeto; para conocer un objeto necesito determinar una intuición
dada, en relación con la unidad de la conciencia, en la que consiste
todo pensamiento. Así pues, no me conozco a mí mismo por tener
conciencia de mí mismo como pensante; me conozco cuando tengo conciencia
de la intuición de mí mismo como determinada con respecto a
la función del pensar. Los modos de la conciencia de uno mismo, en
el pensar en sí, no son, por
tanto, conceptos intelectuales de objetos (categorías), sino meras
funciones lógicas, que no dan a conocer ningún objeto al pensamiento
y, por ende, tampoco me dan a conocer a mí mismo como objeto. No la
conciencia del yo determinante, sino la del yo determinable, es decir, de
mi intuición interior (en cuanto lo múltiple de ella puede ser
enlazado conforme a la condición general de la unidad de la apercepción
en el pensar), es el objeto.
1º. En todos los juicios soy siempre el sujeto determinante
de aquella relación que constituye el juicio. Pero la proposición
siguiente: debe ser válido que yo, el que piensa, pueda ser considerado
en el pensamiento siempre como sujeto y como algo que no se adhiere meramente
al pensamiento, según hace el predicado, es una proposición
apodíctica y aun idéntica. Pero no significa que yo, como objeto,
sea un ser subsistente por mí mismo, es decir, substancia. Esto último
va muy lejos y exige, por tanto, datos que no se hallan en el pensamiento,
y acaso más (por cuanto sólo considero lo
pensante como tal) de lo que hallaré nunca (en el ser pensante sólo
como pensante).
2º. Que el yo de la apercepción, por consiguiente,
es en todo pensamiento un singular, que no puede ser disuelto en una pluralidad
de sujetos y, por tanto, señala un sujeto, lógico simple, es
cosa implícita en el concepto del pensar y, por consiguiente, es una
proposición analítica. Pero esto no significa que el yo pensante
sea una substancia simple, lo cual sería una proposición sintética.
El concepto de la substancia se refiere siempre a intuiciones que, en mí,
no pueden ser más que sensibles y, por lo tanto, están totalmente
fuera del campo del entendimiento y de su pensar; de éste, empero,
propiamente se habla aquí tan sólo cuando se dice que el yo
en el pensar es simple. Fuera maravilloso que lo que tanta precaución
exige para distinguir, en lo expuesto por la intuición, lo que sea
substancia y aún más si ésta puede ser simple (como en
las partes de la materia), se dé aquí directamente, en la más
pobre representación de todas, como, por decirlo así, por una
revelación.
3º. La proposición que afirma la identidad de mí
mismo, a pesar de toda multiplicidad, de que tengo conciencia, está
precisamente también contenida en los conceptos mismos y, por lo tanto,
es analítica. Pero esa identidad del sujeto, del que puedo tener conciencia
en todas sus representaciones, no se refiere a la intuición del sujeto,
por la cual es éste dado como objeto; no puede, por tanto, significar
tampoco la identidad de su persona, entendiendo por ésta la conciencia
de la identidad de
su propia substancia, como ser pensante, en todo cambio de los estados,
porque, para demostrarla, no bastaría el mero análisis de la
proposición «yo pienso», sino que harían falta
diferentes juicios sintéticos, fundados en la intuición dada.
4º. «Yo distingo mi propia existencia, como ser pensante,
de las otras cosas fuera de mí (entre las cuales se halla mi cuerpo)».
Ésta es también una proposición analítica; pues
otras cosas son cosas que yo pienso como distintas de mí. Pero no sé
por esto en modo alguno si esta conciencia de mí mismo es posible
sin cosas fuera de mí por las cuales me son dadas representaciones
y si yo puedo por tanto existir meramente como ser pensante (sin ser hombre).
Así pues, el análisis de la conciencia de mí mismo, en
el pensamiento en general, no nos permite adelantar nada en el conocimiento
de mí mismo como objeto. La exposición lógica del pensamiento
en general es tomada falsamente por una determinación metafísica
del objeto.
Un gran obstáculo, el único inclusive que vendría a estorbar
toda nuestra crítica, sería que hubiera posibilidad de demostrar
a priori que todos los seres pensantes son en sí substancias simples
y, como tales (y ésta es una consecuencia de la misma demostración)
llevan consigo indefectiblemente personalidad y tienen conciencia de su existencia
separada de toda materia. Pues con ello habríamos dado un paso fuera
del mundo de los sentidos, habríamos entrado en el campo de los noúmenos
y, entonces, nadie nos disputaría la facultad de extendernos en ese
campo, construir en él y tomar
posesiones, según la buena estrella favoreciese a cada uno. Efectivamente,
la proposición: «todo ser pensante, como tal, es substancia simple»,
es una proposición sintética a priori, primero, porque se extiende
más que el concepto sobre que se funda y añade el modo de existencia
al pensamiento en general; y segundo, porque agrega a ese concepto un predicado
(la simplicidad) que no puede ser dado en ninguna experiencia. Pero entonces
las proposiciones sintéticas a priori no son solamente, como hemos
sostenido, posibles y admisibles respecto a objetos de experiencia posible,
como principios de la posibilidad de esta experiencia misma, sino que
pueden referirse a las cosas en general y en sí mismas. Esta consecuencia,
empero, pondría fin a toda esta crítica y permitiría
atenerse a lo antiguo. Mas el peligro no es aquí tan grande, si atendemos
detenidamente a la cosa.
En el proceder de la psicología racional hay un paralogismo, que puede
exponerse en el siguiente raciocinio:
Lo que no puede ser pensado más que como sujeto, no existe tampoco
más que como sujeto y es, por tanto, substancia.
Es así que un ser pensante, considerado sólo como tal, no puede
ser pensado más que como sujeto.
Luego no existe más que como tal sujeto, es decir, como substancia.
En la mayor se habla de un ser que puede ser pensado en general, en toda relación
y, consiguientemente, también tal como en la intuición puede
ser dado. En la menor, empero, se habla de ese mismo ser, en cuanto se considera
a sí mismo como sujeto, sólo en relación al pensamiento
y a la unidad de la conciencia, pero no al mismo tiempo en relación
a la intuición, por la cual es dado como objeto al pensamiento. Por
lo tanto, la conclusión es deducida per sophisma figurae dictionis,
es decir, mediante un falso raciocinio.
Que esta reducción del famoso argumento a un paralogismo es del todo
exacta, se ve claramente, si recuerda la observación general a la representación
sistemática de los principios y la parte que trata de los noúmenos,
en donde fue demostrado que el concepto de una cosa, que puede existir por
sí misma como sujeto, pero no como mero predicado, no lleva consigo
ninguna realidad objetiva, es decir, que no se puede saber si puede corresponderle
algún objeto, ya que no se conoce la posibilidad de semejante modo
de existir, y por consiguiente, que no proporciona absolutamente ningún
conocimiento. Para que su concepto, bajo el nombre de substancia, señale
un objeto que
puede ser dado y llegue a un conocimiento, tiene que ponerse a su base una
intuición permanente, como condición imprescindible de la realidad
objetiva de un concepto, o sea aquello por lo cual tan sólo es el objeto
dado. Mas en la intuición interna no tenemos nada permanente, pues
el yo es sólo la conciencia de mi pensar. Así pues, si permanecemos
en el solo pensar, falta la necesaria condición para que nos apliquemos
a nosotros mismos, como seres pensantes, el concepto de substancia, o sea
el de un sujeto, existente por sí mismo; y la simplicidad de la substancia,
unida con él, desaparece
también con la realidad objetiva de ese concepto y se convierte en
mera unidad lógica cualitativa de la conciencia de sí mismo,
en el pensar en general, sea el sujeto compuesto o no.
Refutación de la prueba de la permanencia del alma, dada por
Mendelssohn
Este agudo filósofo advirtió pronto que los argumentos que suelen
darse para demostrar que el alma (supuesto que sea un ser simple) no puede
cesar de existir por descomposición, no son suficientes para el propósito
de asegurarle la necesaria duración, puesto que podría admitirse
que la existencia del alma cesa por extinción. En su Fedon trata de
librar al alma de esa extinción, que sería un verdadero aniquilamiento,
confiando en demostrar que un ser simple no puede cesar de ser, pues como
no puede ser disminuido y por lo tanto perder poco a poco algo de su existencia,
convirtiéndose paulatinamente en nada (ya que no tiene partes, ni
por ende pluralidad) resulta que,
entre un momento en que existe y el otro momento en que ya no existe, no
habría tiempo alguno, lo cual es imposible. -Pero no pensó que,
aun admitiendo esa naturaleza simple del alma, por la cual ésta no
contiene multiplicidad de partes unas fuera de otras ni, por tanto magnitud
extensiva, sin embargo no se le puede negar, como a ninguna cosa existente,
magnitud intensiva, es decir, un grado de realidad respecto de todas sus facultades
y aun en general de todo aquello que constituye la existencia. Este grado
de realidad puede disminuir, pasando por infinitos grados más pequeños
y así la supuesta substancia (la cosa, cuya permanencia por lo demás
no está asegurada) puede convertirse en nada, no ciertamente por descomposición,
pero sí por paulatino abandono (remissio) de sus fuerzas (y por lo
tanto por languidez, si me es permitido usar esta expresión). Pues
la conciencia misma, tiene siempre un grado, que siempre puede disminuir
y, por consiguiente también la facultad de tener conciencia de sí
mismo y así todas las demás facultades-. Así pues, la
permanencia del alma, como mero objeto del sentido interior, sigue sin ser
demostrada y es indemostrable, aun cuando su permanencia en la vida,
en donde el ser pensante (como hombre) es para sí mismo al
mismo tiempo un objeto de los sentidos exteriores, resulta clara por sí;
pero con esto no se satisface el psicólogo racional, que acomete la
empresa de demostrar por meros conceptos la absoluta permanencia del alma,
incluso después de la vida.
Si ahora tomamos nuestras proposiciones anteriores en conexión sintética
-y así, como valederas para todos los seres pensantes, deben ser tomadas
en el sistema de la psicología racional-; si partiendo de la categoría
de relación, con la proposición: «todos los seres pensantes
son, como tales, substancias», recorremos hacia atrás la serie
de las categorías, hasta cerrar el círculo, tropezamos por último
con la existencia de las substancias, de cuya existencia no sólo tienen
aquellas proposiciones conciencia en este sistema, independientemente de
cosas exteriores, sino que (con respecto a la permanencia que pertenece
necesariamente al carácter de la substancia) pueden determinarla por
sí mismas. De aquí se sigue, empero, que el idealismo es inevitable
en ese mismo sistema racionalista, por lo menos el problemático; y
si la existencia de cosas exteriores no es exigible para la determinación
de la de uno mismo en el tiempo, aquella existencia es admitida inútilmente,
sin poderse dar nunca prueba de ella.
Si seguimos en cambio el proceder analítico, en donde el «yo
pienso», como proposición que encierra ya en sí una existencia,
está como dado y por tanto la modalidad sirve de base, y lo analizamos
para conocer su contenido, para conocer si y cómo solamente por eso
ese yo determina su existencia en el tiempo o en el espacio, entonces las
proposiciones de la doctrina racional del alma comenzarían no por el
concepto de un ser pensante en general, sino por una realidad; y, del modo
como esta realidad es pensada, después de separado cuanto en ella
es empírico, se deduciría lo que conviene a un ser pensante
en general. Así lo muestra la tabla siguiente:
1º.
Yo pienso.
2º.
Como sujeto.
3º.
Como sujeto simple.
4º.
Como sujeto idéntico,
en todo estado de mi pensamiento.
Mas aquí, en la segunda proposición, no se determina si yo puedo
existir y ser pensado como sujeto y no también como predicado de otro;
de donde resulta que el concepto de un sujeto es tomado aquí solo
lógicamente y queda sin determinar si debe entenderse por ello substancia
o no. Pero en la tercera proposición, la unidad absoluta de la apercepción,
el yo simple en la representación, al cual se refiere todo enlace
o toda separación que constituye el pensar, adquiere importancia por
sí, aun cuando nada he decidido aún acerca de la constitución
del sujeto o su subsistencia. La apercepción es algo real y su simplicidad
reside ya en su posibilidad. Ahora bien, en el espacio no hay nada real que
sea simple; pues los puntos (que constituyen lo único simple en el
espacio) son sólo límites, pero no algo que sirva para constituir,
como parte, el espacio. Así se sigue de aquí la imposibilidad
de una definición de mi constitución (como mero sujeto pensante)
sacada de los fundamentos del materialismo. Pero como mi existencia, en la
primera proposición, es considerada como dada, puesto que no dice:
«todo ser pensante existe» (lo cual significaría necesidad
absoluta y por tanto diría demasiado), sino sólo: «existo
pensando», resulta que es empírica y contiene la determinabilidad
de mi existencia con respecto a mis representaciones en el tiempo. Pero como
a su vez para esto necesito algo permanente, lo cual, en cuanto me pienso
a mí mismo, no me es dado en la intuición interna, resulta
que el modo como yo existo, si como substancia o como accidente, no puede
ser determinado mediante esa simple conciencia de mí mismo. Así
pues, si el materialismo no conviene como modo de explicación de mi
existencia, el espiritualismo es de la misma manera insuficiente y la conclusión
es que de ninguna manera, sea cual fuere, podemos conocer cosa alguna de
la constitución de nuestra alma, que se refiera a la posibilidad de
su existencia en general separada.
Y ¿cómo iba a ser posible pasar por encima de la experiencia,
mediante la unidad de la conciencia, que nosotros no conocemos más
que porque la necesitamos imprescindiblemente para la posibilidad de la experiencia?
¿Cómo iba a ser posible extender nuestro conocimiento a la naturaleza
de todos los seres pensantes en general, por medio de la proposición
empírica: «yo pienso», proposición indeterminada
con respecto a toda especie de intuición?
No hay, pues, psicología racional como doctrina, que nos proporcione
un aumento del conocimiento de nosotros mismos. Solo existe como disciplina,
que pone a la razón especulativa en este campo límites infranqueables;
por una parte, para no echarse en brazos del materialismo sin alma, y, por
otra parte, para no perderse fantaseando en el espiritualismo, sin fundamento
para nosotros en la vida. Más bien nos recuerda que debemos considerar
esa negativa de nuestra razón a dar respuesta satisfactoria a las curiosas
preguntas acerca de lo que sucede allende esta vida, como una advertencia
de la misma, para que, apartándonos de la estéril especulación
transcendente acerca de nuestro propio conocimiento, nos apliquemos al uso
práctico lleno de riquezas; éste, aun cuando siempre está
dirigido a objetos de la experiencia, toma sin embargo sus principios de algo
más alto y determina la conducta como si nuestro destino sobrepujase
infinitamente la experiencia y por lo tanto la vida.
Por todo esto se ve que la psicología racional debe su origen a un
simple malentendido. La unidad de la conciencia, que está a la base
de las categorías, es tomada aquí, por la intuición del
sujeto, como objeto, y la categoría de la substancia le es aplicada.
Es empero sólo la unidad en el pensar; por ella sola ningún
objeto es dado y la categoría de la substancia no puede por tanto serle
aplicada, porque esta siempre supone la intuición dada; ese sujeto
por ende no puede ser conocido. El sujeto de las categorías no puede,
por el hecho de pensarlas, recibir de sí mismo, como objeto de las
categorías, un concepto; pues para pensar éste, tendría
que poner como base la conciencia pura de sí mismo, que es precisamente
lo que ha debido ser definido. Asimismo el sujeto, en el cual tiene su fundamento
originariamente la representación del tiempo, no puede por ella determinar
su propia existencia en el tiempo y, si esto último no puede ser, tampoco
puede tener lugar lo primero, como determinación de sí mismo
(en cuanto ser pensante en general) mediante categorías.
Así desaparece un conocimiento buscado allende los límites de
la experiencia posible y, sin embargo, perteneciente a lo que más interesa
a la humanidad. Es una esperanza fallida, si queremos deberla a la filosofía
especulativa. En esto, sin embargo, la severidad de la crítica, al
mostrar la imposibilidad de decir nada dogmáticamente acerca de un
objeto de la experiencia, más allá de los límites de
la experiencia, hace a la razón en ese su interés, un servicio
no pequeño, poniéndola también a cubierto de todas las
posibles afirmaciones de lo contrario. Esto no puede hacerse más que
o bien demostrando apodícticamente una proposición, o bien,
si esto no se hace con éxito, buscando las fuentes de tal incapacidad,
las cuales, si se hallan en las necesarias limitaciones de nuestra razón,
deben someter a todo enemigo a esas mismas leyes, que se oponen a todas las
pretensiones de afirmación dogmática.
Sin embargo, no se ha perdido lo más mínimo para el derecho
y aun la necesidad de admitir una vida futura, según principios del
uso práctico de la razón, enlazado en esto con el especulativo;
porque la mera prueba especulativa no ha podido ciertamente tener nunca en
la razón común humana influjo alguno. Está hecha de tales
sutilezas que la escuela misma no ha podido conservarla tanto tiempo, si
no es haciéndole, como a los trompos, dar vueltas alrededor de sí
misma; a los ojos de la
escuela misma no proporciona esa prueba ningún fundamento permanente,
sobre el cual pueda construirse algo. Las pruebas, que para el mundo son utilizables,
conservan aquí todas su valor, sin disminución alguna; más
bien diríamos que, al rechazar esas pretensiones dogmáticas,
ganan en claridad y convicción sincera, ya que sitúan la razón
en su peculiar dominio, que es la ordenación de los fines, la cual
sin embargo, es al mismo tiempo ordenación de la naturaleza; la razón
entonces, al mismo tiempo como facultad práctica en sí misma,
sin estar limitada por las condiciones de la ordenación de la naturaleza,
se ve autorizada a extender la ordenación de los fines y, con ella,
nuestra
propia existencia, más allá de los límites de la experiencia
y de la vida. A juzgar por la analogía con la naturaleza de los seres
vivos en este mundo -para los cuales la razón necesariamente tiene
que admitir, como principio, que no hay ningún órgano, ninguna
facultad, ningún impulso, nada en suma prescindible o desproporcionado
a su uso y por tanto desprovisto de fin, sino que todo es exactamente conforme
a su destino en la vida- debería el hombre, que es el único
que puede tener en si el fin último de todo eso, ser la única
criatura exceptuada de dicha finalidad. Pues sus facultades naturales, no
sólo los talentos e impulsos para hacer uso de ellas, sino principalmente
la ley moral en él, superan tanto a todo provecho y utilidad posibles
en esta vida, que esa ley le enseña a estimar sobre todas las cosas
la mera conciencia de tener el ánimo rectamente templado, aunque falte
toda ventaja y por encima incluso de la sombra fugaz de la vana gloria. Siéntese
el hombre interiormente llamado a hacerse digno, por su conducta en este mundo
y renunciando a muchos provechos, de ser ciudadano de otro mundo mejor, que
lleva en su idea. Este argumento poderoso, nunca refutable, acompañado
por un conocimiento siempre creciente de la finalidad, en todo cuanto vemos
en torno, y
por una visión de la inmensidad de la creación, como también
por la conciencia de cierta ilimitación en la posible extensión
de nuestros conocimientos, y junto a un impulso adecuado a ésta, queda
siempre en pie, aún cuando debamos renunciar a conocer la necesaria
perduración de nuestra existencia mediante un simple conocimiento teórico.
Conclusión de la solución del paralogismo psicológico
La ilusión dialéctica en la psicología racional descansa
en la confusión de una idea de la razón (de una inteligencia
pura) con el concepto, en todos aspectos indeterminado, de un ser pensante
en general. Me pienso a mí mismo para una experiencia posible, haciendo
abstracción de toda experiencia real; y saco en conclusión que
puedo tener conciencia de mi propia existencia, aun fuera de la experiencia
y de las condiciones empíricas de la misma. Por consiguiente, confundo
la posible abstracción de mi existencia, empíricamente determinada,
con la supuesta conciencia de una posible
existencia separada de mi sujeto pensante, y creo conocer lo substancial
en mí como sujeto transcendental, cuando sólo tengo en
el pensamiento la mera unidad de la conciencia que está a la base de
toda determinación como mera forma del conocimiento.
El problema de explicar la comunidad del alma con el cuerpo no pertenece propiamente
a la psicología de que se trata aquí, porque se propone demostrar
la personalidad del alma, aun fuera de esa comunidad (después, de
la muerte), y es, por tanto, en su sentido propio transcendente, si bien se
ocupa de un objeto de la experiencia, pero sólo en cuanto cesa de
ser objeto de la experiencia.
Sin embargo, puede
darse a esto una respuesta suficiente, según nuestro concepto doctrinal.
La dificultad, que ha ocasionado ese problema, consiste, como es sabido, en
la presupuesta heterogeneidad del objeto del sentido interno (el alma) con
los objetos de los sentidos externos, teniendo aquél el tiempo por
condición formal de su intuición y éstos, el tiempo y
el espacio. Pero si se piensa que las dos especies de objetos no se distinguen
en esto interiormente, sino sólo por cuanto la una aparece (es fenómeno)
a la otra exteriormente y, por lo tanto, que lo que hay a la base del fenómeno
de la materia, como su cosa en sí, puede acaso no ser tan heterogéneo,
desaparece dicha dificultad y sólo resta la siguiente: cómo
sea posible en general una comunidad de substancias. Pero
resolverla es cosa que cae fuera del campo de la psicología y, sin
duda alguna, fuera también del campo de todo conocimiento humano, como
puede fácilmente juzgarlo el lector por lo que se ha dicho en la Analítica,
acerca de las potencias y las facultades fundamentales.
Observación general referente al tránsito de la psicología
racional a la cosmología
La proposición: «yo pienso», o «yo existo pensando»,
es una proposición empírica. Mas a la base de una proposición
semejante, hay una intuición empírica y, por consiguiente, también
el objeto pensado como fenómeno; y así parece como si,
según nuestra teoría, el alma se tornase por completo fenómeno,
incluso en el pensamiento; y de esta suerte, nuestra conciencia misma, como
mera apariencia, no debería en realidad referirse a nada.
El pensamiento, tomado por sí mismo, es simplemente la función
lógica; por lo tanto es la simple espontaneidad del enlace de lo múltiple
en una intuición meramente posible, y no presenta el sujeto de la conciencia
como fenómeno, porque no toma en consideración alguna la especie
de la intuición, ni si ésta es sensible o intelectual. Por
tanto, yo no me represento en él ni como soy, ni como me aparezco a
mí mismo, sino que me pienso como pienso cualquier objeto en general
de cuya especie de intuición
hago abstracción. Cuando aquí me represento a mí mismo
como sujeto de los pensamientos o como fundamento del pensar, estas especies
de representaciones no significan las categorías de la substancia o
de la causa; pues éstas son las funciones del pensar (juzgar) aplicadas
ya a nuestras intuiciones sensibles, las cuales serían sin duda exigidas
si yo quisiera conocerme. Ahora bien, si yo quiero tan sólo tener conciencia
de mí mismo, como pensante, y dejo a un lado el cómo sea dado
mi propio yo en la intuición, entonces podría ese yo ser para
mí, que pienso (mas no en cuanto pienso)
mero fenómeno; en la conciencia de mí mismo en el pensar soy
el ser mismo, por el cual, sin embargo, nada me es dado para el pensar.
Pero la proposición «yo pienso», por cuanto significa «yo
existo pensando», no es una mera función lógica, sino
que determina el sujeto (el cual entonces es al mismo tiempo objeto) con
respecto a la existencia y no puede tener lugar sin el sentido interno, cuya
intuición proporciona siempre el objeto, no como cosa en sí
misma, sino meramente como fenómeno. En ella, pues, no hay ya sólo
espontaneidad del pensar sino también receptividad de la intuición,
es decir, el pensamiento de mí mismo aplicado a la intuición
empírica precisamente de ese mismo sujeto. En esta intuición
debería
entonces el yo pensante buscar las condiciones del uso de sus funciones
lógicas para las categorías de substancia, causa, etc., no
sólo para señalarse como objeto en sí mismo mediante
el yo, sino para determinar la especie de su existencia, es decir, para conocerse
como noúmeno; cosa empero imposible, puesto que la intuición
empírica interna es sensible y no proporciona más que datos
del fenómeno -que nada dan al objeto de la conciencia pura para el
conocimiento de su existencia separada- y sólo para la experiencia
puede servir.
Pero supongamos que se encuentre más adelante, no en la experiencia,
pero sí en ciertas leyes (no solo reglas lógicas) del uso puro
de la razón -leyes establecidas a priori y referentes a nuestra existencia-
ocasión de suponernos enteramente a priori legisladores de nuestra
propia existencia y determinantes de esa misma existencia. Descubriríamos
entonces así una espontaneidad, por la cual nuestra realidad sería
determinable, sin necesitar para ello las condiciones de la intuición
empírica; y
aquí tendríamos la convicción de que en la conciencia
de nuestra existencia hay contenido a priori algo que puede servir para que
nuestra existencia, que sólo es determinable de modo sensible, se determine
con respecto a cierta facultad interior, referida a un mundo inteligible (desde
luego sólo pensado).
Pero esto no dejaría lo más mínimo de detener todos los
intentos en la psicología racional. Pues por medio de esa maravillosa
facultad, que la conciencia de la ley moral me manifiesta, tendría
ciertamente un principio puramente intelectual de la determinación
de mi existencia. Pero, ¿por medio de qué predicados? Por ningunos
otros que los que tienen que serme dados en la intuición sensible;
y así habría caído de nuevo en la psicología racional,
a saber, en la necesidad de intuiciones sensibles para proporcionar significación
a mis conceptos del entendimiento: substancia, causa, etc., por donde solamente
puedo tener conocimiento de mí mismo; esas intuiciones empero no pueden
servirme nunca más allá del campo de la experiencia. Sin embargo
estos conceptos, con respecto al uso práctico -el cual siempre está
dirigido a objetos de la experiencia- tendría yo derecho a aplicarlos
conformemente a la significación analógica en el uso teórico,
a la libertad y al sujeto de ésta; entendiendo por esto solamente
las funciones lógicas de sujeto y predicado, de fundamento y consecuencia,
conforme a las cuales son las acciones y los efectos de tal suerte determinados,
según esas leyes, que pueden siempre ser explicados con las leyes
naturales, conforme a las categorías de la substancia y de la causa,
aunque se originan en muy otro principio. Esta observación se ha hecho
para prevenir la mala inteligencia a que está expuesta fácilmente
la teoría de la intuición del yo como fenómeno. En lo
que sigue habrá ocasión de hacer uso de ello.